Con el famoso memorándum del presidente AMLO viene a la mente el clásico esquema de los tres círculos del maestro Eduardo García Máynez, en su célebre texto de “Introducción al estudio del derecho”. Dicho esquema consiste en la intersección de tres círculos que contienen, uno el derecho positivo, otro el derecho vigente y otro más el derecho justo, de tal manera que, al cruzarse, se pueden presentar situaciones en las que convergen, por ejemplo, derecho positivo y vigente, pero no justo; o bien, una norma dotada de positividad y justicia, pero sin vigencia; siendo, entonces, el momento jurídico ideal cuando una norma contiene los tres elementos.
La denominada reforma educativa de Peña Nieto, decretada como vigente en 2013, carece de los otros dos elementos señalados por el maestro Máynez, esto es, positividad y justicia. En otras palabras, se trata de una legalidad carente de fuerza o poder obediencial para aterrizar felizmente su aplicación, así como de un contenido que se tenga como justo, toda vez que atenta, entre otros, contra derechos del gremio magisterial. De allí que se haya planteado como conveniente la derogación de la misma, entendiendo por ello, la supresión parcial de los aspectos controvertidos o considerados como lesivos, sin llegar al extremo de mandar todo a volar, rescatando lo que sea rescatable.
Desde esa perspectiva jurídica, ciertamente puede alegarse que, así sea una norma lesiva y repudiada, la tal reforma educativa está vigente. Pero como en nuestro país lo jurídico no se desliga de lo político, de inmediato los enemigos de AMLO se agarran del famoso memorándum para plantear cuestiones que van desde promover la vuelta al desafuero, hasta un juicio sumario para llevarlo al paredón y fusilarlo. Tocando los extremos, pues. Pero, diría un clásico, “la cosa es calmada” y, por lo mismo, de urgencia en dotar a esa reforma educativa de lo que ahora carece porque se ha convertido en un pesado lastre para procesar el cambio en esa materia.
Positividad y justicia, entonces, son dos pendientes de esa reforma y eso implica procesar acuerdos que hagan deseable, aceptable y viable la aplicación de la misma, al tiempo que sus contenidos sean tenidos como los más adecuados para convertir a la educación en una herramienta de transformación profunda de la sociedad mexicana, tal y como lo establece la misma Constitución Mexicana. En tal contexto, es dable pensar que el memorándum tuvo esa intención, de orientación, para algo así como mejor “proveer en la esfera administrativa a la observancia de la ley”, en este caso la normatividad educativa, en tanto se hacen las modificaciones legislativas pertinentes.
El problema es que “proveer en la esfera administrativa a la exacta observancia de las leyes”, de acuerdo con el artículo 89 constitucional, fracción I, ha sido históricamente controvertido porque se trata de una facultad reglamentaria no siempre explicitada y que, no pocas veces, ha propiciado confusiones y malos entendidos en el ejercicio del poder ejecutivo. Por lo demás, un memorándum no deja de ser un instrumento de menor jerarquía que, precisamente por ese nivel jerárquico, no debería de propiciar “tanto brinco estando el suelo tan parejo”.
Derivar de lo anterior un pretendido autoritarismo, en el ejercicio del poder ejecutivo, parece un exceso especulativo. Antes se han padecido hasta sinsentidos jurídicos de otros gobernantes y no ha pasado mayor cosa. La propia reforma educativa es ejemplo de la burda imposición de un proyecto gubernamental auspiciado por intereses económicos del gran capital asociado a organismos financieros internacionales, minimizando las dimensiones de la resistencia magisterial en defensa de sus derechos y de un proyecto educativo distinto al concebido por el régimen neoliberal. Así las cosas, la batalla por la educación pública seguirá, no solo en el ámbito de la controvertida legalidad, sino más que nada en el ámbito de los impactos que conlleva en pro y en contra de una mejor sociedad.