El mundial y las ciudades

Cuando una ciudad es sede de un evento de magnitud mundial —ya sea los Juegos Olímpicos o la Copa del Mundo de futbol— típicamente asume compromisos de modernización que quedan memorizados en el imaginario público como promesas de cambio. Pero la historia de estas inversiones desvela una lección incómoda: los megaeventos actúan más como espejos que como motores de cambio urbano. Lo que reflejan depende fundamentalmente de la calidad de la rectoría urbana y la gobernanza pública que existe antes de que se otorgue la sede, no después. Explico.

Hay ciudades que se preparan para un Mundial o unos Juegos Olímpicos como quien aprovecha la visita de la suegra para, por fin, arreglar la casa. Otras sólo levantan los juguetes del piso, cierran con llave el cuarto desordenado y confían en que nadie abra donde no debe. La diferencia no es el evento, sino la rectoría urbana y el estilo de gobernanza: si hay proyecto de ciudad o improvisaciones para salir del paso.

Los megaeventos no transforman nada por sí solos; sino que amplifican lo que ya existe. Donde hay un gobierno estratégico, con rectoría urbana clara y reglas mínimamente estables, el torneo acelera proyectos útiles. Donde predominan gobiernos reactivos, guiados por el cálculo inmediato y la urgencia de la foto, el resultado son obras apresuradas, parches mal diseñados y uno que otro “elefante blanco” muy fotogénico… y muy inútil.

Barcelona 92 es el ejemplo clásico del gobierno estratégico: no se inventó un “plan olímpico” a última hora, sino que usó los Juegos como palanca para un proyecto urbano ya diseñado, que conectaba la ciudad con el mar, rehabilitaba barrios y reorganizaba la movilidad. Londres 2012 siguió una lógica similar: menos monumentos de ocasión y más parques, transporte y vivienda que hoy siguen en uso. Ahí el megaevento se subordinó a una rectoría urbana consistente.

En el otro extremo están Atenas 2004 o Río 2016, donde dominó un estilo de gobernanza reactivo, capturado por intereses de corto plazo. Hubo estadios abandonados, sobrecostos y desalojos en nombre del “legado”. Terminó la fiesta y quedaron deudas e instalaciones sin uso. Cuando la rectoría urbana es débil, el balón acaba en los mismos pies: desarrolladores privilegiados, contratistas consentidos y políticos necesitados de una inauguración, aunque la clausura sea desoladora.

Para ilustrar lo que pasa en la Ciudad de México llegará al Mundial 2026 le pido que piense en un protagonista que no pidió el papel: el Aeropuerto Internacional Benito Juárez. Durante décadas se evadió el diagnóstico: saturado, parchado, operando encima de su capacidad, convertido en metáfora de nuestra política de transporte aéreo. Mientras tanto, un aeropuerto en Texcoco devoró miles de millones para luego ser cancelado, y otro en Santa Lucía nació lejos, física y simbólicamente, de buena parte de la población. No es precisamente la biografía de un gobierno estratégico, sino de una gobernanza a sobresaltos.

Y ahora, gracias al torneo, descubrimos que el Benito Juárez “necesita” una renovación urgente. Se anuncian inversiones para que no se vea tan mal ante las cámaras, como si el problema fuera de maquillaje y no de estructura. Mantener en condiciones dignas la principal puerta aérea del país pareciera una obligación básica, pero se trata como una cortesía que sólo se concede cuando vienen Messi, Mbappé o la estrella del momento. La rectoría urbana se ejerce, otra vez, por miedo a la mala prensa internacional, no por convicción de servicio público.

Ahí se ve con claridad la diferencia entre estilos de gobernanza. Un gobierno estratégico concibe la ciudad como sistema: transporte, espacio público, vivienda, equipamiento. Define prioridades, coordina instituciones y dialoga —con conflicto incluido— con actores privados y ciudadanía. Un gobierno reactivo gobierna por sobresaltos: hoy amplía una terminal, mañana construye una ciclovía en Tlalpan, pasado mañana anuncia otra obra “insignia”, sin que nada parezca responder a un mapa común. El calendario deportivo manda; la política urbana obedece.

Cuando la ciudad se vuelve rehén de lo espectacular, se privilegia lo que luce en la toma del dron sobre lo que se sufre en la fila del transporte. Se pintan fachadas y se pulen avenidas mientras drenaje, banquetas, movilidad y servicios equitativos se posponen para “mejores tiempos”. Es el urbanismo de la fachada: impecable en televisión, poco útil para quien habita la ciudad los otros cincuenta años entre torneo y torneo.

Una rectoría urbana seria no necesita un Mundial para saber que el aeropuerto, la red de transporte o los espacios públicos requieren inversión y mantenimiento. Tampoco necesita grandes discursos sobre “legado” para justificar lo que debería hacerse por simple responsabilidad institucional. La diferencia entre una ciudad que aprovecha un megaevento y otra que lo padece radica, en buena medida, en su estilo de gobernanza: si el gobierno conduce la agenda o corre detrás de ella.

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