Cuando terminó su mandato (espurio), en 2012, Felipe Calderón se fue a Dallas, Texas, supuestamente invitado por representantes académicos de una Universidad gringa para desgranar su experiencia como gobernante (ilegítimo) de nuestro país. Pero resulta que no estaba muy seguro de que el sucesor, Peña Nieto, cumpliera con el pacto de impunidad prohijado. La historia de recelo de primeros mandatarios que, una vez en el cargo, se animaron a impedir que metieran su cuchara los emisarios del pasado es más que pródiga de casos. Don Lázaro mandó a volar a Plutarco y López Portillo puso a Echeverría de representante mexicano en lejanas como exóticas islas del Pacífico. Pero no pasó a mayores la cosa con Peña Nieto, tal vez porque La Gaviota lo traía volando bajo.
Calderón regresó como si nada a tratar de hacer ruido en el país, aprovechando la frivolidad de un gobierno que estaba cavando la propia tumba de sus correligionarios políticos. Empezó a moverse “como pez en el agua”, es decir, en el fango de los movimientos propios de una clase política cínica que no tenía mayor empacho en mostrarse como cortada por la misma tijera de la corrupción. Los excesos de todo tipo del expresidente lo llevaron pronto a chocar con los cuadros dirigentes de su propio partido de origen, el PAN, y terminó por embarcarse en la peregrina idea de que podía recuperar la Presidencia de México a través de su esposa Margarita Zavala. Se aventuró a formar su partido “México Liebre” y hacer candidata presidencial independiente a quien terminó por aventar el arpa, luego de calcular que no tendrían más que la oportunidad de hacer el ridículo en la eventual contienda.
Como balde de agua fría le cayó a Lipe (ya con la Fe perdida) el triunfo de López Obrador en 2018. Pero allí siguió, metiendo manos y pies, para cuestionar lo que fuera sin morderse la cola de su larga secuela de corruptelas. Sobrevino entonces, la captura de García Luna y Calderón empezó a enmudecer como por arte de magia. Ya no fue la pretendida voz crítica de la derecha, que competía con Fox para ver de qué cuero salían más correas. Llegó el tiempo de poner pies en polvorosa y allí tienen que, ahora, Lipe se fue a refugiar a España, para junto a personajes como José María Aznar, Mario Vargas Llosa y otros de la ultraderecha internacional, seguir contribuyendo a desestabilizar a gobiernos progresistas, sobre todo de la región latinoamericana y, sobre todo, cuando ven limitadas las posibilidades de saqueo de los intereses económicos de los que suelen ser apologistas y descarados personeros.
En fin, mientras va saliendo la mugre del sexenio calderonista, la transformación institucional del país avanza. Los tiempos político-electorales se acortan y la sucesión presidencial se va delineando en el horizonte con mayor claridad y certeza para la mayoría de los mexicanos. En contraste, para una minoría opositora que no atina a encontrar el hilo de la madeja, queda solamente el recurso de la descalificación más burda, pero no deja de ser peligrosa porque la derecha internacional más radical zopilotea para exacerbar los ánimos y tratar de generar crisis de gobernabilidad que puedan escalar en proceso más riesgosos. Pero, afortunadamente, como ya se ha planteado antes aquí, la mayoría social ha experimentado lo que puede ser capaz de hacer en circunstancias de agravios acumulados y, con mayor razón, ahora que ha ganado conquistas que, ni por asomo, dejaría que le fueran arrebatadas por quienes quisieran volver al tiempo en que se podía actuar con total impunidad y desparpajo.