Este fin de semana vi en History Channel un episodio de la serie “Reyes del Crimen” realizado en dos mil dieciocho, en el que se trata el tema de Joaquín “El Chapo” Guzmán, sus conflictos con otros delincuentes y sus capturas, todo esto durante el sexenio de Ernesto Zedillo.
Llamó mi atención una referencia del narrador a mencionar a México como el país con mayor colusión del gobierno con el crimen organizado; es decir, que lo que hoy se menciona un día sí y otro también, era ya una cuestión de interés en los noventas. y al parecer nada ha cambiado. El problema entonces, tal y como ocurre hoy, se llamaba y llama corrupción.
México ha suscrito específicamente dos tratados internacionales que hoy traigo a cuenta en relación con este tema: la Convención de Naciones Unidas contra la Delincuencia Organizada Trasnacional, conocida como Convención de Palermo (noviembre de dos mil) y la Convención de Naciones Unidas contra la Corrupción (octubre de dos mil tres). Ambos hacen referencia a la corrupción.
En la Convención de Palermo, en el preámbulo que expone las consideraciones y reflexiones para justificar su firma, podemos leer: “Firmemente convencida (la Asamblea General de la ONU) de que la Convención de las Naciones Unidas contra la Delincuencia Organizada Transnacional constituirá un instrumento eficaz y el marco jurídico necesario para la cooperación internacional con miras a combatir, entre otras cosas, actividades delictivas como el blanqueo de dinero, la corrupción, el tráfico ilícito de especies de flora y fauna silvestres en peligro de extinción, los delitos contra el patrimonio cultural y los crecientes vínculos entre la delincuencia organizada transnacional y los delitos de terrorismo.”
Ya en el texto normativo de este tratado, los artículos 8 y 9 se refieren específicamente a la corrupción, considerada como la promesa, el ofrecimiento o la concesión a un funcionario público, directa o indirectamente, de un beneficio indebido que redunde en su propio provecho o en el de otra persona o entidad, con el fin de que dicho funcionario actúe o se abstenga de actuar en el cumplimiento de sus funciones oficiales; también se considera corrupción la solicitud o aceptación por un funcionario público, directa o indirectamente, de un beneficio indebido que redunde en su propio provecho o en el de otra persona o entidad, con el fin de que dicho funcionario actúe o se abstenga de actuar en el cumplimiento de sus funciones oficiales. Además, se establecen una serie de obligaciones que nuestro país ha cumplido…parcialmente.
Por su parte la Convención contra la Corrupción señala en su preámbulo: “Preocupados también por los vínculos entre la corrupción y otras formas de delincuencia, en particular la delincuencia organizada y la delincuencia económica, incluido el blanqueo de dinero, […] Acogiendo con satisfacción la entrada en vigor, el 29 de septiembre de 2003, de la Convención de las Naciones Unidas contra la Delincuencia Organizada Transnacional.”
La interacción entre ambos instrumentos es innegable, como también lo es que en México, si bien se han tomado decisiones y emprendido esfuerzos que, por lo menos en el papel pareciera que quiere cumplir con el combate a la corrupción seriamente, los resultados son magros. Un ejemplo es el sistema nacional anticorrupción, con una estructura constitucional compleja y con una eficiencia (seamos generosos) casi nula.
Si así está el marco normativo conformado por ambas Convenciones, ¿por qué no se realiza una sencilla reforma legal, a una sola ley, a un solo artículo, con lo que se transformaría sustancialmente la cuestión en nuestro país?
Con que en el artículo 2° de la Ley Federal contra la Delincuencia Organizada se agregara en el listado de ilícitos los delitos por hechos de corrupción, previstos en el Código Penal Federal y los correspondientes de las entidades federativas, dejaríamos el pasado atrás y el tiempo pasaría, como se supone que debe suceder.
@jchessal