El vino en el Quijote (I)

Aunque la biografía de Miguel de Cervantes Saavedra es una cadena de misterios, conocemos por sus principales biógrafos (Astrana, Canavaggio, Riquer, Alvar) suficientes sucesos comprobables, sucesos que se mezclan frecuentemente con otra ristra de episodios que debemos a la febril imaginación de quienes intentamos reconstruir su vida, de llenar esos vacíos históricos, casi siempre atendiendo a nuestros propios anhelos y pasiones: los hombres creamos los dioses a nuestra imagen y semejanza. 

Entre la primera clase de datos podemos constatar que hacia 1584, recién casado, con 37 años ya, se muda de Madrid a Esquivias para administrar la finca de su suegro, que ha fallecido. Aparte de las deudas que tal infortunio traslada a la pareja, pasan a sus manos también el viñedo y el olivar con los que cuenta la propiedad. Allí Miguel se convierte en viticultor; imposible saber con qué tanto ánimo o éxito, pues su cabeza estaba en otros horizontes, pero en el prólogo del Persiles, el genio se referirá a los vinos de Esquivias como “ilustrísimos”. 

No sé si en este adjetivo se asomaría la ironía, pues sospecho que él prefería los caldos de San Martín de Valdeiglesias y los de La Membrilla, que serían hoy en términos de fama como los de Rioja y Ribera del Duero (aunque las “garnachas” de San Martín se han reinventado hace poco y se tienen otra vez entre los mejores vinos de España, los de Ciudad Real han perdido una buena parte de su prestigio). Lo que queda lejos de toda duda, como veremos, fuese cual fuese el resultado de su breve aventura enológica, es que Cervantes era un gran aficionado al vino y a la gastronomía: siempre que le fue posible, se entregó en alma y panza al sibaritismo allá donde su azarosa vida lo llevó.

Incluso podríamos entrever que fue su gusto por frecuentar tabernas y mesones lo que marcó su destino: muchas veces su vida y sus tramas literarias sufrieron un vuelco dentro de estos templos fundamentales de la vida sociocultural española. El primero, quizás, y el más decisivo fue el que provocó su huida hacia Roma y, por tanto, su contacto íntimo con la cultura renacentista italiana, sin la cual Cervantes no habría sido lo que fue como artista. 

Resulta que el joven Miguel, con 22 años, se encuentra en Madrid como alumno sobresaliente de Juan de Hoyos. Ha publicado sus primeros versos; vive en la casa familiar, que pasa por un momento de cierta estabilidad; disfruta de la vida nocturna de ese Madrid de corte flamante, que estrena ser el centro de la Monarquía Universal Española. Una noche, quizás al calor de las “copas” (con seguridad barreños de barro) acumuladas luego de sendos platos de morteruelo con alcaravea y empanadas de carne, Cervantes se cruza con el maestre de obras Antonio de Sigura y por un quítame allá esas pajas o por una rencilla de amores, a saber, se ofenden y se enfrascan en un duelo de floretes. Miguel hiere de gravedad a su contrincante en una mano e, irónicamente, se busca para ser arrestado con la condena de “que con vergüenza pública le fuese cortada la mano derecha y en destierro de nuestros Reinos por tiempo de diez años”. Visto desde la posteridad, para fortuna suya y de todos nosotros, la mano que luego le quedará inutilizada será la izquierda, y el destierro será medianamente feliz: huirá a Roma, con las venturosas implicaciones anotadas antes, y su cautiverio en Argel “sólo” durará un lustro. Gajes del trasnochador…

Continuará…

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