La elección directa de personas juzgadoras, integrantes del Poder Judicial o aspirantes a cargos jurisdiccionales de alto nivel en México promete convertirse en uno de los ejercicios más singulares y, quizá, contradictorios de nuestra vida democrática reciente. Se trata, nada menos, de elegir populamente a quienes tradicionalmente han permanecido al margen del escrutinio electoral. Y bajo un esquema de reglas que limitan severamente la forma en que pueden hacerse visibles ante el electorado.
El escenario es inédito: acudimos al desarrollo de campañas por parte de personas aspirantes a cargos de alta responsabilidad jurídica, que deben competir por votos sin dinero, sin espectaculares, sin eventos masivos y sin acceso a medios de comunicación contratados. Solo les queda el espacio abierto –y caótico– de las redes sociales.
Empleando la base legislativa que se estableció en la reforma que modificó al Poder Judicial -o dicho de otra forma, con las reglas establecidas por la mayoría en el Congreso de la Unión-, el Instituto Nacional Electoral ha configurado un marco normativo con buenas intenciones. Prohíbe el uso de recursos públicos o privados para campañas, impide la contratación de publicidad en televisión, radio, prensa o plataformas digitales, y restringe el proselitismo a actividades de bajo impacto financiero, como la participación en foros gratuitos, entrevistas no pagadas o la difusión de mensajes en redes personales. Incluso los materiales impresos deben ser elaborados con materiales reciclables. Lo anterior no es una ocurrencia estética o un proyecto de adelgazamiento de las campañas: es parte de una lógica que busca aminorar el impacto ambiental de las campañas y, más profundamente, blindar el proceso contra la intervención de poderes fácticos o intereses económicos.
El espíritu de la norma es claro: se pretende una contienda austera, ética y basada en los méritos profesionales. Pero en la práctica, esta sobriedad electoral podría traducirse en invisibilidad. Este es un país con altos niveles de desigualdad digital. La decisión de limitar la campaña a las redes sociales asume que todos los sectores de la población tienen acceso, habilidades y motivación para informarse por esos medios. Y eso, lisa y llanamente es irreal. El más reciente Estudio sobre los Hábitos de Usuarios de Internet en México 2024, elaborado por la Asociación de Internet MX (googlead, si le interesa), muestra que el 84% de la población mayor de seis años usa internet. Es un número alto, sí, pero no homogéneo. El acceso es mucho más bajo en zonas rurales, entre adultos mayores y en comunidades con menos recursos. Y todas esas personas votan.
Además, no todas las personas usan las redes con los mismos fines. El estudio mencionado señala que el contacto social, el entretenimiento y la mensajería instantánea son las actividades predominantes. La búsqueda de información política es minoritaria. Así que confiar en que una ciudadanía, por sí sola, buscará de manera activa las propuestas y trayectorias de quienes aspiran a ocupar una magistratura, puede resultar una apuesta frágil. A eso se suma que los algoritmos no suelen jugar a la imparcialidad: muestran lo que es popular, lo que genera interacción, lo que polariza. ¿Cómo competirá una candidatura seria, sin recursos para promocionarse, con el contenido viral y trivial que domina la red?
Hay, además, un dilema de fondo. La norma prohíbe la contratación de propaganda o la promoción de publicaciones en redes, pero permite que los candidatos usen sus redes sociales personales. ¿Y si uno de ellos ya tiene cientos de miles de seguidores? ¿Y si otro apenas está creando su perfil?. Las habilidades comunicativas, el carisma digital, la capacidad de producción audiovisual (fiscalizable o no) y la red de contactos se convierten en factores determinantes. En vez de meritocracia jurídica, podríamos terminar eligiendo al mejor influencer con toga.
Lo más preocupante es el impacto que todo esto puede tener en la base de la comprensión pública del proceso electoral. Si la ciudadanía no conoce a las personas candidatas, si no se difunden adecuadamente sus propuestas, si no hay suficiente información clara y accesible, el riesgo es que la elección se convierta en un acto dominado por la apatía o por decisiones tomadas al azar o, en el peor de los casos, determinado por la movilización de grupos políticos.
Elegir a las personas que imparten justicia no es un juego de popularidad. Requiere información, debate, criterios técnicos y sentido de responsabilidad. Nada de eso se garantiza por decreto. Hay que construirlo.
Permítame ser más claro. Esto no significa desechar el modelo. Hay potencial en el uso de redes sociales como espacio democrático. Bien utilizadas, pueden acercar la justicia a la gente, humanizar a quienes la representan y abrir una conversación pública sobre lo que esperamos del sistema judicial. Pero para que eso funcione, se necesita acompañamiento institucional, pedagogía cívica y creatividad comunicativa. De lo contrario, este escaparate digital se volverá un espejo negro: solo veremos lo que ya creemos saber, y no a quienes deberían impartir justicia con independencia y solvencia.
Sobre la friovolidad de lo que se ha visto en campañas no vale la pena pronunciarse ahora. “Cada quien se hace famoso como puede”, dice un querido amigo y maestro.
Si queremos que esta nueva etapa en la vida del Poder Judicial sea algo más que un proceso mecánico, toca asumirla con seriedad. No basta con evitar el despilfarro: hay que asegurar el derecho a decidir con información, con claridad, con sentido democrático. Al tratarse de uno de los tres poderes de la Unión, es importante recordar: incluso las elecciones más austeras merecen ser profundamente públicas.
X. @marcoivanvargas