Entre Mad Max y la realidad mexicana

Quizá sea un error escuchar los noticieros, leer los periódicos o seguir esas mesas de debate donde los intelectuales y los opinólogos se disputan la verdad a gritos. Lo dicen los que saben: no es bueno para la salud. Se altera el sistema nervioso, se marchita la ilusión y el ánimo se va hundiendo poco a poco, como si cada titular nos quitara una gota de esperanza. Los estudios lo llaman estrés informativo; yo lo llamo cansancio del alma. 

Y, sin embargo, soy adicta. Me gusta acompañar el té con las —casi nunca— buenas noticias de la mañana. Quizá sea una forma de mantenerme despierta ante la realidad, aunque duela. O tal vez un intento de medir, día tras día, el tamaño del abismo. Hay algo casi hipnótico en ese desfile de tragedias que ocupa la pantalla antes de que amanezca del todo. Mi pesimismo, me temo, se siente en casa entre tanta catástrofe. 

Hace unos días, mientras escuchaba una de esas crónicas donde la violencia parece una rutina más, me vino a la mente Mad Max. Esa saga que comenzó en los años setenta, cuando George Miller imaginó un mundo al borde del colapso: carreteras infinitas, gasolina convertida en oro líquido y hombres transformados en bestias por la desesperación. En la primera película, la venganza es el único motor que le queda a un policía justo después de perderlo todo; en la segunda, el combustible es el centro de una guerra tribal; en la más reciente, Fury Road, el agua es el tesoro último, controlado por un tirano que reparte gotas como si fueran bendiciones. 

Y pienso que, quizá, el mundo de Mad Max no está tan lejos. Aquí también se pelea por los recursos, aunque los escenarios cambien: alcaldes asesinados a plena luz del día, autoridades que responden con cinismo, fosas clandestinas que se desbordan de historias sin nombre, mafias del huachicol, cárteles que cobran “derecho de piso” a los agricultores y comunidades enteras desplazadas. No hace falta mirar mucho para notar que el desierto ya empezó a formarse; sólo que el polvo es de impunidad y miedo. 

La diferencia es que en la película la destrucción ya ocurrió y todos lo saben. En cambio, nosotros seguimos llamando “crisis” a lo que tal vez sea ya un nuevo modo de vida. Hemos aprendido a normalizar el horror, a comentarlo con ligereza en el desayuno y a seguir el día como si nada. Y aunque intentamos convencernos de que aún no estamos tan mal, las señales se multiplican: los ríos secos, los pueblos vacíos, las montañas taladas, la gasolina que se roba, la tierra que se vende. 

En Fury Road, Imperator Furiosa huye en busca de la Tierra Verde, un lugar libre de tiranos y de polvo. Aquí, miles de personas también huyen —no por una utopía, sino por sobrevivir—. Algunos cruzan fronteras, otros levantan barricadas invisibles para resistir en lo que queda de su hogar. Son los verdaderos héroes de esta versión mexicana del apocalipsis: campesinos, madres, defensores del agua, periodistas, comunidades que se niegan a entregar lo que todavía puede salvarse. 

Quizá por eso sigo encendiendo las noticias cada mañana. Porque entre tanta brutalidad, todavía hay destellos de gente que, sin saberlo, escribe las últimas páginas de nuestra propia película. Personas que deciden no rendirse, aunque el guion parezca escrito por los mismos que lo destruyen todo. 

Y entonces comprendo que Mad Max no era una advertencia, sino un espejo. Lo miramos con fascinación creyendo que era ciencia ficción, y ahora lo reconocemos con miedo porque habla de nosotros. La distopía ya no está en el futuro: avanza despacio entre los titulares, los noticieros, los campos secos, los pueblos sitiados. 

Quizá aún no sea tarde para cambiar el final, pero habrá que hacerlo rápido. Porque el motor ruge, el polvo se levanta, y el desierto —ese que creíamos imaginario— ya empezó a tragarse el horizonte.