Ética para la transformación

En este espacio se ha venido comentando acerca del papel fundamental que tiene la ética en el impulso y sostenimiento de la transformación institucional que, desde 2018, un nuevo régimen político ha venido implementando en nuestro país y que, en 2024, se refrendó con amplia legitimidad social expresada en las urnas con el mandato de continuar la construcción de lo que se ha denominado como “segundo piso de la cuarta transformación”, esto es, la consolidación de cambios sustanciales para garantizar que la mayoría de la población cuente con mejores expectativas de progreso, principalmente en su vida material, tanto en lo personal como en lo comunitario. 

     Se ha planteado que cuando hablamos de ética política nos referimos a una serie de principios y postulados que aluden a una visión del deber, en buena medida orientada desde el lado de los oprimidos y que, además, es distinta a otra visión que, generalmente, se asume desde la derecha, en términos de plantear las cosas como “valores”, con premisas de carácter más abstracto, egoísta y, en no pocas ocasiones, hasta mercantilista. Actuar con ética política transformadora implica ser consecuente con principios y postulados encaminados a la reivindicación de la vida material y de dignidad plenas de quienes han sido, históricamente, víctimas de un sistema de opresión económico y político. 

     La ética para la transformación se presenta en diversos campos en que puede ser considerada la sociedad para su mejor comprensión. Uno de estos campos es el de la relación que, como nación, se tiene con otros países y que, en términos lógicos podríamos suponer que se manifiesta como de coordinación, a partir de la soberanía política que cada país esgrimiría para salvaguardar una posición independiente en el concierto internacional. Sin embargo, sabemos que, en términos históricos, no siempre ha sido así, por el contrario, la supra-ordenación y la subordinación, sea política o económica, han estado presentes en las relaciones entre países.  

     Sirva lo anterior para poner en su justa dimensión las posturas sobre el presente y futuro de la relación bilateral entre México y Estados Unidos, por una parte del embajador estadounidense Ken Salazar y del presidente estadounidense electo Donald Trump y, por otra, las respuestas que, en su momento, ofrecieron el expresidente López Obrador y la actual mandataria Claudia Sheinbaum, respectivamente. De un lado, posturas con marcado tufo injerencista y de presión, por el otro, de reivindicación de nuestra soberanía nacional, conminando a una relación de coordinación y colaboración.

     Del lado mexicano se mantiene una firme posición de salvaguarda soberana en términos políticos y de reorientación estratégica de nuestra economía más allá de los amagos arancelarios estadounidenses, más allá del derrotero de las relaciones comerciales de intercambio, pues. Con el actual gobierno se advierte una visión más certera para superar una condición histórica de subordinación (o “dependencia”, dirían los clásicos), heredada de gobiernos neoliberales que apostaron a la integración comercial con el vecino del norte, sin consideraciones éticas sobre la subsistencia de sectores productivos vulnerables. Pero más aún, se apuesta al fortalecimiento de la productividad endógena, de la mano de la ciencia y la innovación tecnológica, cuestión que la actual presidenta Sheinbaum, por su formación científica tiene muy en claro, esto también es consecuencia de actuar con ética para una transformación auténtica. Sobre esto abundaremos en otra entrega