Familia y escuela Capítulo 114: Educación integral indígena

El 4 de diciembre de 2018, se publicó en el Diario Oficial de la Federación (DOF) la Ley del Instituto Nacional de los Pueblos Indígenas, teniendo como antecedentes diferentes agrupaciones y normatividades, las cuales se remontan a algunos intentos posrevolucionarios, siendo hasta el 4 de diciembre de 1948, cuando se creó el Instituto Nacional Indigenista, como la primera institución pública descentralizada que atendió a estos pueblos. 

Parece una maldición que hasta 1948 se haya tenido una formalidad institucional con mayor estabilidad para su atención, siendo que ellos han estado presentes desde el origen de los tiempos en nuestro país y en la región americana en que se asentaron.

Lo anterior no hace más que corroborar la marginación y el olvido en el que a los indígenas que habitan el territorio nacional se les ha mantenido; siempre al final en la lista para la atención de las necesidades y servicios básicos para la subsistencia humana.

No hablamos de cosas menores, de acuerdo con lo publicado en el DOF, el 27 de diciembre de 2021, en México se reconocen al menos 68 pueblos indígenas con sus respectivas lenguas, conformando 11.9 millones de personas, representando el 9.5 % de la población que habita la república mexicana.

Solo por dar un par de ejemplos del olvido en que se les ha mantenido y de acuerdo con datos del CONEVAL, para 2020, del total de habitantes reconocidos como indígenas expresados en el párrafo anterior, 3.4 millones de ellos vivían en pobreza extrema, estando casi 7 millones con carencias para acceder a los servicios básicos de la vivienda.

En el mismo DOF, se reconoce que “…se ha profundizado la negación, la exclusión, el abandono, la discriminación y el racismo, en suma, el colonialismo interno, lo que explica esta lacerante situación”.

Sin embargo, aún con todo y la dramática fotografía de la marginalidad social que sufren, su desarrollo integral, sus usos y costumbres, su cosmovisión y otros sustentos de origen, siguen vigentes y seguramente esta permanencia fiel a sus principios es lo que los ha mantenido “a flote” hasta nuestros tiempos.

Esa identidad cultural, repartida por las diferentes regiones de nuestro territorio, sufrió los embates del colonialismo iniciado con la conquista y si bien es cierto que en la actualidad, esos 68 pueblos no permanecen aislados del mundo y que seguramente están expuestos a las tentaciones del consumo, la irrupción de los aparatos y productos derivados del avance tecnológico y demás privilegios de la modernidad, es de mucho mérito el que sigan reconociendo y asumiendo su origen.

Es tan fuerte su raigambre y tan sólidas sus aportaciones en diversas áreas y campos del devenir social, que, aunque no queramos reconocer o dar los créditos correspondientes, encontramos en la actualidad, hasta en las poblaciones más civilizadas y sin presencia indígena, elementos conocidos y utilizados por ellos.

Tenemos el caso, entre otros, de diversos principios activos de hierbas, minerales y elementos de origen animal que ahora conforman medicamentos y artículos de belleza y cuidado de la apariencia personal; tratamientos y rituales que, no obstante, se cuente con un servicio médico alópata, se siguen practicando en todos o en la mayoría de los hogares, multiplicando y comprobando de esta manera su eficacia.

Tratar la salud, con el enfoque con que lo hacen los diversos pueblos autóctonos, implica hacerlo de forma integral, armonizando a la persona y curando tu dolor, tu espíritu, tu ambiente, tu familia y todo lo que te rodea.

Si el área de la salud volteó a ver sus orígenes, en educación podríamos hacer algo similar, sobre todo para pensarla y aplicarla integralmente; aunque, si bien es cierto que este carácter aparece en el artículo 3º de nuestra constitución, dista mucho de llevarse a cabo con plenitud; para ello, bien valdría la pena voltear a ver en esos orígenes, algunos principios y conceptos, así como maneras de pensar y aplicar la formación de las nuevas generaciones.

No me refiero a lo que históricamente se sabe acerca de los castigos, sobre todo en pueblos como los aztecas, en donde reprendían a los menores infractores o desobedientes punzándolos con púas de maguey o manteniéndolos hincados frente al comal en donde se quemaba chile, para que lo aspiraran; incluso, el uso de hierbas amargas o irritantes para la piel.

Aún con todo y lo cruel que pudiera interpretarse estos métodos correctivos, se tenía un claro concepto de la educación integral, teniendo aparte de las escuelas para nobles (Calmécac) y para plebeyos (Telpochcalli), escuelas para el fomento de las artes (Cuicacalli) ¡desde mucho antes de la llegada de los españoles!

Alguno de los principios integrales que para la educación se puede retomar desde familias y escuelas, incluso desde todos los medios de comunicación y redes sociales, es aquel que transmite el respeto por la naturaleza y sus seres vivos, el sentirnos parte de ella fomentando su preservación y coexistencia armónica.

Existen muchos principios más: confianza en la palabra, asumir responsabilidades, actuar, ante todo, con solidaridad y honestidad; diálogo y resolución de conflictos mediante asambleas comunales; respeto a los mayores a quienes en lugar de ser considerados “viejos” e “inservibles”, sean aprovechados con su experiencia de ancianos; apreciar una estética natural en las nubes y las estrellas, en el sonido del viento y del agua, en el canto de las aves, en los colores de las flores y los atardeceres.

No es cosa de modernidad, ni de romanticismo o cursilerías; pero si los habitantes autóctonos han permanecido y sobrevivido, junto con su diversidad cultural, aún con todas las características del progreso y sus tentaciones; la educación y los que educamos tenemos que aprender de ello.

Con todo y los adelantos que la educación ha mostrado, sobre todo en la era de la sociedad del conocimiento y sus medios digitales para practicarla, hay tantas cosas que todavía podemos aprender de nuestros indígenas y motivos para regresar a nuestros orígenes.

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