La modernidad y posmodernidad han sido las constantes oleadas de incremento, modificación e innovación en la cultura de las diferentes civilizaciones; generaciones enteras que se han ido adaptando a todas las nuevas formas y estilos de vida.
El avance tecnológico ha representado un salto fantástico en la manera que las personas asumen su existencia cotidiana, al principio quedando sorprendidos y después, al final del día, acostumbrados a todos los nuevos formatos, aparatos, aplicaciones y toda la portentosa variedad de utilidades y elementos innovadores que se van pesentando; al día siguiente, estamos ya preparados para recibir una nueva sorpresa en avances o actualizaciones de los formatos ya existentes y así, siempre de manera incesante y vertiginosa.
Ante este panorama, no es de extrañarse que todos los viejos formatos e ideas, costumbres, aparatos, procesos, materiales y en general todo lo utilizado para llevar la coexistencia social, vaya quedando paulatina, repentina e irremediablemente en desuso, suplantados, olvidados o definitivamente desechados para siempre.
La era de “lo desechable” está en curso; cosas que en tiempos anteriores eran consideradas como entrañables, simbólicas y hasta dignas de guardarse para siempre, ahora se ha terminado su proceso y tenemos platos, vasos y todos los utensilios con un solo uso y a la basura; lo mismo ocurre con bolsas, ropa, accesorios, aparatos televisores, de telefonía celular y cómputo; automóviles, aparatos de uso doméstico y un sinfín de elementos más que corren la misma suerte.
Decía Eduardo Galeano: “Lo que me pasa es que no consigo andar por el mundo tirando cosas y cambiándolas por el modelo siguiente sólo porque a alguien se le ocurre agregarle una función o achicarlo un poco. No hace tanto, con mi mujer, lavábamos los pañales de los críos, los colgábamos en la cuerda junto a otra ropita, los planchábamos, los doblábamos y los preparábamos para que los volvieran a ensuciar. Y ellos, nuestros nenes, apenas crecieron y tuvieron sus propios hijos se encargaron de tirar todo por la borda, incluyendo los pañales. ¡Se entregaron inescrupulosamente a los desechables!”
Ante este panorama, se presenta como consecuencia lógica, una contracultura encabezada por los grupos, organizaciones y campañas para reciclar y reutilizar todos estos elementos desechados, pero cargan con el peso material de toneladas de basura y con el peso cultural de millones de personas que les resulta más fácil y cómodo tirarlo todo, hasta el prestigio.
Resulta alarmante que esta era del desecho llegue también a las relaciones sociales, en donde encontramos que el amor y las amistades con aprecio natural, espontáneo y verdadero, se encuentre ahora suplantado por aquellas relaciones intencionadas y sujetadas solamente por el compromiso, conveniencia y a espera de sacar provecho hacia solo una parte, y si esto no ocurre, ya no sirve y se desecha.
La educación no está exenta de esta era del desecho, dado que este proceso, en muchos de los casos, ya no se rige por el amor a aprender, a descubrir y nutrirse de conocimientos que enriquezcan los valores y acciones verdaderamente humanas; ahora se busca de manera directa la obtención de un número, de una calificación que acredite que se pudo mantener en la memoria un conjunto de datos, los cuales al paso de algunos años o meses, pasarán a formar parte del desecho.
Los alumnos que no lograron demostrar que pudieron aprobar un plan de estudios, aquellos que en ciertos niveles educativos fueron sometidos a evaluaciones y no lograron obtener calificaciones positivas, pasan de la misma forma a ser desechados y expulsados de un plantel escolar.
Para estos casos de deserción y rezago educativo, corren peor suerte que los desechables convertidos en basura, puesto que éstos por lo menos tienen intentos de reciclaje y reutilización, pero los reprobados y desertores se encuentran totalmente en el olvido, abandonados y expuestos a calificativos denigrantes como el de “ninis”; algunos de ellos y ante la imperiosa necesidad de sobrevivir, salen adelante mediante asumir oficios, microempresas o convertidos en mano de obra en rol de turnos; los demás, aquellos que no lograron el impulso autónomo necesario para “salir a flote”, están ahí, desechados y marginados a disposición de grupos que les ofrecen trabajo ilegal.
También existen maestros y maestras desechables, son aquellos que solo se preocuparon por vaciar literal y en ocasiones de manera técnicamente sorprendente, todos los contenidos que un plan de estudios les pide inculcar en sus alumnos; estos docentes nunca voltearon a ver las características cognitivas y de aprendizaje, condiciones sociales y culturales de sus pupilos, solo cumplieron con lo establecido por un programa.
Estos maestros desechables jamás se enteraron de que, para educar, influye decididamente el ejemplo que ellos reflejan en los alumnos, la forma en que se dirigen a ellos, el ambiente de trabajo, respeto y motivación que logran crear en su recinto; mucho menos se enteraron que en ocasiones son el único apoyo con el que cuentan esos niños, adolescentes o jóvenes, dado que viven situaciones complicadas; jamás hicieron una pausa para preguntar: ¿cómo están? ¿cómo se sienten? en lugar de preguntar la clase de manera rápida porque de acuerdo con su cronograma, así marcaba un tiempo determinado.
Estos maestros son desechados rápidamente de la mente de sus alumnos, incluso, existen algunos que nunca serán recordados por persona alguna, dado que solo cumplieron su función siendo una “pieza metálica, fría, deformable y con caducidad de uso” como sería cualquier pieza de una maquinaria que trabaja para un sistema de producción y que, al cabo de su uso útil, será destinada al contenedor los desechos sociales inservibles.
La educación, en cualquiera de sus formas, niveles y lugares, no debe ser un surtidor de desechos sociales; tiene que ser la matriz de modelos únicos y de piezas en constante creación y recreación; esto debería estar principalmente en la mente de padres de familia, maestros y alumnos.
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