Noche de bodas. Con grave acento le preguntó él a ella: “¿Soy el primero con quien haces esto?”. Respondió ella: “Antes de contestarte necesito saber cómo lo vas a hacer”... El notario leyó el testamento del rico señor a su ansiosa parentela: “Estando en posesión de todas mis facultades me gasté todo mi dinero en vino, mujeres y viajes”... Tuve en la Escuela de Leyes de mi ciudad, Saltillo, un maestro singular. Su nombre era sonoro: don Antonio Guerra y Castellanos. Impartía una aburrida asignatura, Derecho Procesal Civil, a la que él le quitaba todo aburrimiento, pues a más de ser abogado sapiente y docto catedrático tenía algo de actor, y donde hay un actor nadie se aburre. Alguna vez me dijo que en su temprana juventud fue “ricardito” en la Ciudad de México. El ricardito, me explicó, era el encargado de llevarles el café y otras bebidas a las coristas y vedettes de carpa o teatro, y a más de eso hacer tareas de alcahuetería en beneficio de los admiradores de las damas y de ellas mismas. Y también del ricardito, por las jugosas propinas que ambas partes contratantes le entregaban si la tercería llegaba a buen suceso. He buscado ese término, “ricardito”, por todos los rincones de la lexicografía, y no he podido dar con él. Si alguno de mis cuatro lectores lo conoce le ruego me lo haga saber. Le quedaré eternamente agradecido, dure lo que dure la eternidad. Don Antonio conservó siempre sus aficiones artísticas. En aquella escuela donde reinaban la parsimonia, la mesura, la solemnidad, él propició la formación de una estudiantina, y pagó de su bolsa parte de los instrumentos de los cantores, y de sus atuendos. Tenía frases lapidarias aquel insigne profesor. Cuando en la clase decía alguna gracejada y el grupo la celebraba ruidosamente, él se molestaba, o fingía molestarse. Nos decía: “La carcajada es el eructo del tequila. La sonrisa es la burbuja del champán”. Y es que el tequila no tenía entonces la categoría que ahora tiene. Cada vez que un alumno hacía una afirmación sobre tal o cual cuestión legal el licenciado Guerra le exigía al punto con voz imperativa: “Fundamento”. Y el estudiante debía citar el artículo de ley en que basaba su aserción. Espero que haya tenido fundamento la insólita destitución de José Luis Vargas como Presidente del Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación, destitución hecha por sus propios compañeros de magistratura. Sin un basamento legal firme esa acción dará lugar a graves problemas tanto jurídicos como políticos, y el organismo quedará en una difícil posición que le estorbará cumplir sus funciones con solvencia y credibilidad. Ciertamente Vargas tiene una cola más larga y fea que la de un tlacuache. Desde hace tiempo debió pedir licencia o renunciar al cargo que detenta, pues lo inhabilitan para su desempeño los múltiples señalamientos de corrupción que se le han hecho. Pero la ley es la ley, si me es permitida la perogrullada, y ojalá su defenestración esté fundada en derecho para evitar que en casa del herrero haya cuchillo de palo. Bien quisiera yo que en el supradicho Tribunal reinaran la misma seriedad, circunspección y apego al orden que privaban en la pequeña Escuela de Leyes de Saltillo, donde nació mi conciencia de respeto a la legalidad y al estado de Derecho... Aquellos casados tenían tres hijos, varones todos tres. El primero tenía 5 años de edad, el segundo 7 y el tercero 10. Cierto día el más pequeño se asomó por la cerradura de la recamara de sus papás y declaró: “Se están peleando”. Se asomó el segundo y lo corrigió. “No -dijo-. Están haciendo el amor”. Se asomó el tercero y comentó: “Y muy mal”. FIN.