“Lo sé todo” -le dijo el marido engañado a su infiel cónyuge. “Ay sí, lo sé todo -repitió en tono burlón la pecatriz-. A ver: ¿cuál es la capital de Dakota del Sur?”... Mi relato de hoy empieza hace siete décadas en una antigua casa de Saltillo cercana a la zona de tolerancia, y termina hoy en el Palacio Nacional, que en las comparecencias mañaneras de AMLO es zona de intolerancia. La casa que digo se encuentra en la calle que alguna vez llevó el nombre del apóstol Santiago, patrono celestial de mi ciudad, y que ahora tiene el de don Victoriano Cepeda, profesor de matemáticas que dejó sus clases para ofrecerse como voluntario y combatir al invasor francés. Cerca de esa calle se halla la de Terán, asiento entonces de la zona roja, con cabarets de nombres tan sugestivos y sonoros como “El vaivén” y “El columpio del amor”. Al filo del mediodía las meretrices, recién bañadas, salen a secar al sol sus largas cabelleras. Los muchachillos que vivimos en el vecindario las vemos a distancia con curiosidad morbosa. Frente a la plazuela que dicen de Madero está el taller de Trigio. Es zapatero remendón, y también a él vamos a verlo: se llena la boca con los clavos que usa para poner las suelas y tacones. Rápidamente los va sacando de entre sus labios y los clava en su lugar. Nos llena de admiración que no se trague uno. A más de zapatero Trigio es sobador, o sea quiropráctico. Recurren a sus servicios quienes han sufrido alguna falseada o torcedura, o padecen dolor de espalda o rabadilla. Él les devuelve el hueso a su lugar, les acomoda el músculo, y por unos cuantos centavos los deja buenos y sanos. Otra peregrina habilidad tiene este buen señor, Trigio Rodríguez. Enseña a los chicos a silbar. Los chicos no son los muchachos. Son los cenzontles, que acá en el norte no se llaman cenzontles, vocablo náhuatl que significa “400 voces”, sino chicos, de tzik, voz maya que quiere decir “el que imita”, “el que remeda”. Muy cerca anda esa palabra del nombre científico del ave: Mimus. Las señoras saltilleras le llevan a Trigio sus cenzontles, y él les enseña a silbar algunos compases de la Marcha de Zacatecas, del vals Sobre las Olas, o a lanzar un silbido de admiración cada vez que su dueña pasa frente a su jaula. Otro término proveniente de la maya usamos en mi tierra: “jagüey”, que es un estanque o depósito de agua para dar de beber a los animales. Viene de ja, agua, y uai, por acá. No extrañe que en estas latitudes norteñas usemos vocablos venidos desde Yucatán y más al sur: hay evidencias que indican que los comerciantes mayas llegaron tan al norte como Sonora y Baja California. Maravilloso pueblo el maya, comparable en más de una manera con el de la Grecia de la época clásica. Su rica lengua, amenazada de extinción, debe conservarse viva y floreciente como uno de los mayores tesoros lingüísticos de México y del mundo. Pero, se preguntarán mis cuatro lectores (ninguno hasta este momento se ha preguntado nada), ¿a qué viene toda esta fútil digresión de orden filológico o etimológico? Me sirve para comentar el hecho de que AMLO usó la palabra “tutupiche” para referirse a la afección que en otras partes se llama “perrilla” y que en el diccionario es “orzuelo”. También ese voquible es maya: chuchup es inflamación; ich es ojo. A Álvaro Obregón le alababan su excelente vista. “Cómo no la tendré de buena -respondía él-, que desde Huatabampo vi la Presidencia”. Al término del actual sexenio ¿llegará la vista de López Obrador hasta su rancho o la mantendrá fija en el Palacio Nacional? Y otra pregunta: ¿cuál es la capital de Dakota del Sur?... FIN.