Héroes en conflicto

“El que quiera ser águila que vuele, el que quiera ser gusano que se arrastre, pero que no chille.”

Emiliano Zapata

Al presidente Andrés Manuel López Obrador le gusta dictar cátedra sobre una historia de libro de texto formada por héroes y villanos. Porfirio Díaz y Carlos Salinas de Gortari son los grandes villanos, los que no pueden haber hecho nunca nada positivo, personajes perversos que se retuercen el bigote para enfatizar su maldad. Del otro lado están los héroes impolutos, los que solo hicieron el bien, entre los que se encuentran Benito Juárez, Francisco I. Madero y Emiliano Zapata, el revolucionario de Anenecuilco traicionado y asesinado hoy hace 100 años. 

El problema es que estos héroes tenían principios e ideas no solo distintos sino contradictorios. López Obrador puede ser quizá juarista, maderista o zapatista, pero no las tres cosas a un mismo tiempo. 

Juárez fue un presidente liberal, que impulsó y defendió las Leyes de Reforma, la libertad de comercio, la igualdad de todos los ciudadanos ante la ley (incluyendo a los indígenas) y la propiedad privada. La Ley de Desamortización de 1856, la Ley Lerdo, buscó acabar con los bienes de manos muertas, los que no estaban en el mercado, y esto puso fin a las tierras que las comunidades indígenas mantenían desde la colonia y que reflejaban formas colectivas de tenencia de la tierra provenientes de los tiempos prehispánicos. 

Madero era un rico hacendado de Coahuila que luchó contra el régimen porfirista para construir una verdadera democracia. El Plan de San Luis, es cierto, cuestionaba el abuso de “la ley de terrenos baldíos”, que había llevado al despojo de “numerosos pequeños propietarios, en su mayoría indígenas”, y ordenaba “restituir a sus antiguos poseedores, los terrenos de que se les despojó de un modo tan inmoral”. Madero, sin embargo, era un firme creyente en la propiedad privada de la tierra y no planteó nunca la posibilidad de revocar la Ley de Desamortización. 

Zapata no era un liberal. Buscaba no solo la restitución de las tierras confiscadas por la Ley de Terrenos Baldíos de 1883 y 1894, sino la cancelación de la desamortización de las tierras comunales indígenas de 1856. Zapata lanzó su Plan de Ayala de rebelión contra Madero, a quien llamó “traidor a la Patria”, el 28 de noviembre de 1911, apenas tres semanas después de que Madero asumiera la Presidencia el 6 de noviembre. Prometió la expropiación, aunque “previa indemnización”, de “la tercera parte de esos monopolios [latifundios] a los poderosos propietarios., a fin de que los pueblos y ciudadanos de México obtengan ejidos, colonias, fundos legales para pueblos, o campos de sembradura o de labor.” Sin embargo, Zapata, un agricultor próspero y bien parecido, que gustaba de vestir bien y seducir a las mujeres, que fumaba puro y bebía coñac, no estaba de acuerdo con la propiedad colectiva de la tierra que pregonaban los comunistas. 

Juárez, Madero y Zapata son tres personajes cruciales de nuestro pasado, pero no podemos suponer, como la historia oficial, que defendían los mismos principios. Juárez fue un liberal, Madero un demócrata y Zapata un justiciero que buscaba recuperar las tierras que los hacendados habían arrebatado a sus antepasados. 

Hoy que recordamos el centenario de la ejecución de Zapata debemos tratar de entenderlo, pero no como esa caricatura que nos ofrece la historia oficial, y que repite el presidente desde el púlpito de las mañaneras, sino como un hombre complejo que luchó contra las reformas liberales de Juárez y que llamó traidor a Madero. 

Anarquista natural

Zapata peleó por el restablecimiento del ejido, una forma colonial de tenencia de la tierra que los liberales trataron de erradicar, pero rechazaba la tutela gubernamental sobre los campesinos. Enrique Krauze lo llamó, citando a Eric Wolf, un “anarquista natural”. 

Twitter: @SergioSarmiento