¡Ah, los imbéciles! De entre la santísima trinidad formada por estúpidos, idiotas e imbéciles, yo creo que estos últimos son los que deberían causarnos más compasión, si es que cabe el sentimiento. La Real Academia de la Lengua Española define a los imbéciles como aquellas personas aleladas o escasas de razón, es decir, aquellos tontos, cretinos, bobos, mensos, según el propio diccionario. Diría mi mamá que son los que no rebuznan porque no dan el tono.
La etimología de la palabra remite a dos términos latinos, “im”, que significa “sin” y “becillis”, que es el diminutivo de la palabra “báculo” o “bastón”; es decir, un imbécil es alguien sin bastón. Ahora bien, eso por sí mismo no significa gran cosa, sin embargo, las acepciones son dos. La primera recuerda a aquellas personas que debido a la edad y a la debilidad que ésta conlleva, utilizaban bastón para caminar; entonces, se refería a los frágiles, a los que necesitan soporte para cualquier actividad básica porque no pueden solos. Al extenderse la connotación, se agregó a los jóvenes, que suelen tener poca experiencia, ergo, poco soporte a lo que dicen o hacen y después, se fue extendiendo para referirse a cualquiera que hablara por hablar, sin tener ningún argumento válido, sin soporte, sin báculo.
Seguramente todos hemos, en cierto momento, hablado así nomás porque sí, a lo tarugo, sin conocer lo que departimos, opinando sin tener sustento e incluso defendiendo aquello de lo que no tenemos ni la más remota idea. Peor aún, asumiendo como verdaderas premisas inexistentes y tomando conclusiones totalmente alejadas de la razón. Ahí, nos hemos comportado como imbéciles.
Ferando Savater detectó varios tipos de imbéciles y puso en la primera categoría al que no quiere nada en esta vida, al que todo le da igual porque son débiles como para lidiar con cualquier cosa. Son los que no se enamoran porque les de miedo que algún día los dejen, los que no se mojan porque temen que les de catarro, los que no aceptan ningún reto intelectual porque les moverán toda su estructura. Diría Joaquín Sabina, los que toman pastillas para no soñar.
Luego, están los imbéciles sin rumbo, los que no se sabe si vienen o van, los que nunca fijan posturas porque les da miedo que la gente se entere de lo que piensan, o peor, los que no saben qué pensar. Son esos que ni cachan, ni pichan, ni dejan batear, quieren todo, pero no quieren nada. Emparentados están los imbéciles que se van con la primera corriente que les pase por enfrente, porque para ellos, si la mayoría piensa algo, es suficiente para que ellos se monten en el mismo barco. Así les ahorran la molestia de pensar, de cuestionarse, de investigar, de buscar respuestas propias.
Finalmente, tenemos a los imbéciles extremistas, los que tal vez saben qué quieren, pero les da pereza levantarse del sillón e ir a buscarlo; los que nacieron cansados, los que esperan que la vida les lleve a la mesa el plato que quieren comer y entonces no hacen nada, absolutamente nada mas que esperar. Pero luego están los contrarios, los que harán todo para conseguir lo que sea que se les ha metido entre ceja y ceja, los que no ven si causarán daño, si harán destrozos, si destruirán antes de construir. Esos que dejan el daño de un huracán categoría cinco y no les importará nada ni nadie en el camino.
Sabater dijo que la única obligación que tenemos en esta vida es no ser imbéciles. Quizá sea necesario aclarar que es no ser imbéciles permanentes, ni idiotas profesionales, ni estúpidos crónicos. Y que la razón y la pasión nos mantengan vivos.