La noticia de la muerte de Ace Frehley, guitarrista original de Kiss, se siente como un apagón repentino en un escenario que llevaba medio siglo encendido. Murió el 16 de octubre de 2025, a los setenta y cuatro años, tras una caída que derivó en una hemorragia cerebral. Lo anunció su familia, y el mundo del rock, tan acostumbrado a los excesos y a los retornos milagrosos, entendió esta vez que no había encore posible. Se fue el Spaceman. Y con él, una parte luminosa y a la vez ingenua del rock & roll.
Kiss no fue una banda de virtuosos ni pretendió serlo. Su grandeza no dependía de la velocidad de los solos ni del tecnicismo de sus baterías, sino de algo mucho más visceral: la capacidad de transformar cada concierto en un espectáculo total. Fuego, humo, pirotecnia, plataformas, luces, rayos láser, trajes extravagantes. El público no asistía a escuchar un recital, sino a presenciar un rito pagano en el que la música era solo una parte de la experiencia. Kiss fue el grupo que entendió que el rock también podía ser teatro, que podía ser circo y que ese circo podía reunir a millones de personas dispuestas a creer, por unas horas, que estaban viendo a cuatro demonios emergidos del infierno.
Aquellos rostros pintados en blanco y negro marcaron un antes y un después. Cada uno con su personaje: el Demonio, Starchild, Catman y, por supuesto, Spaceman. Ese gesto estético, tan audaz y tan pop, terminó influyendo incluso en territorios que Kiss jamás imaginó: el black metal, por ejemplo, tomó el maquillaje como bandera, llevándolo a una dimensión más oscura pero partiendo del mismo principio teatral. Kiss había abierto la puerta. Habían demostrado que la identidad escénica podía ser tan poderosa como la música misma. En un mundo donde todo tendía a volverse gris, ellos eligieron el blanco y el negro.
Pero más allá del fuego y las máscaras, Kiss logró algo que pocas bandas consiguen: acercar el rock a las masas sin traicionarlo. Atraer a niños, adolescentes, familias enteras que veían en ellos algo fascinante y, sobre todo, accesible. Kiss fue para muchos lo que Harry Potter fue para los lectores que nunca habían abierto un libro: una puerta de entrada. Así como millones de jóvenes comenzaron a leer gracias a Hogwarts, otros tantos se enamoraron del rock porque un día vieron a Gene Simmons escupir sangre o a Ace Frehley hacer que su guitarra lanzara humo. Ese poder de iniciación, de contagio, es quizá su legado más perdurable. No se trataba solo de música: era imaginación, espectáculo, exceso y, al mismo tiempo, ternura.
Y Ace, el hombre detrás del Spaceman, era el alma lúdica de esa maquinaria. El guitarrista que sonreía entre el humo, el bromista incansable que parecía reírse del cosmos y de sí mismo. Tenía un sentido del humor particular, casi infantil, pero también una precisión única para componer riffs inolvidables. Escribió clásicos como "Cold Gin", "Parasite", "Shock Me", "Rocket Ride" y muchas otras piezas que definieron la estética sonora de los años setenta. Su guitarra tenía un tono sucio, directo, y una energía que hacía parecer que el rock era una fuerza natural, no un virtuosismo de conservatorio. Y, sin embargo, su huella no se limita a los grandes himnos. En el fondo de su discografía, escondida como un secreto entre los fans, hay una joya que resume a la perfección su espíritu: In Your Face.
Pocas canciones simbolizan mejor el alma de Ace que esa pieza casi perdida en el tiempo. In Your Face apareció como un bonus track del álbum Psycho Circus en 1998. No formó parte del lanzamiento oficial; no está disponible en todas las plataformas digitales, y muchos la conocimos de casualidad, en un CD sencillo que algún día encontramos en un Mix Up, con solo dos canciones: Psycho Circus e In Your Face. Ese tipo de hallazgo que parece más un milagro que una compra. Y sin embargo, ahí estaba Ace, cantando con ese tono entre burlón y galáctico, como si dijera "aún sigo aquí", mientras el resto del mundo se distraía con los hits más conocidos. En esa canción, Ace se da el lujo de ser él mismo, sin los reflectores, sin la máscara simbólica del éxito masivo. Es un guiño para los que escarban, para los que saben que la verdadera joya de la corona del rock muchas veces se oculta entre los tracks secundarios.
Esa canción, más que un tema perdido, es un manifiesto. Una declaración silenciosa sobre el valor de lo oculto, lo marginal, lo que no encabeza las listas pero queda en la memoria de quienes de verdad escuchan. Y tal vez ese sea el lugar justo para recordar a Ace Frehley: entre los pliegues del ruido, donde habitan los músicos que no necesitan demostrar nada porque ya lo dijeron todo. In Your Face es Ace en su esencia: desafiante, irónico, entrañable, brillante, imperfecto. Una pieza pequeña que, al volverla a escuchar hoy, adquiere un significado casi profético. No porque hable de la muerte, sino porque habla de presencia, de energía, de resistencia. "Aquí estoy, en tu cara", parece decirnos todavía, con esa sonrisa escondida detrás de la pintura plateada.
El rock siempre ha tenido sus héroes visibles y sus héroes secretos. Ace Frehley pertenece a los segundos. No fue el más técnico ni el más disciplinado, pero sí uno de los más humanos. Su guitarra no buscaba deslumbrar, sino emocionar. Su humor no era pose, sino una manera de recordarnos que el rock también debe, obligatoriamente, ser diversión. Su legado, al final, no está solo en los discos o en las giras multitudinarias, sino en esa sensación que todos tuvimos alguna vez: ver a un tipo con una guitarra que echa humo y pensar "quiero hacer eso el resto de mi vida".
Hoy, mientras el planeta entero despide al Spaceman, escucho In Your Face como quien abre una carta vieja. Una canción que el tiempo casi sepulta, pero que ahora brilla como epitafio perfecto. Porque en la historia de Kiss, y del rock en general, Ace Frehley fue eso: una chispa fugaz, un relámpago galáctico que se apaga riendo, sabiendo que, aunque el cuerpo se haya ido, su eco seguirá resonando. En nuestra cara. En nuestras guitarras. En el ruido que no muere.