Hubo un tiempo en que hablar del "top 10" de la música era hablar de todos. Diez canciones, diez éxitos, diez ventanas por donde se asomaba el pulso cultural de una época. Bastaba con encender la radio, caminar por un centro comercial o asomarse al estéreo del vecino para confirmar que todos, absolutamente todos, estábamos escuchando lo mismo. Era un ecosistema imperfecto, sí, pero compartido. Hoy, en cambio, la música dejó de ser una conversación colectiva para convertirse en un espejo personalizado, un algoritmo que devuelve exactamente lo que uno quiere oír, cuando lo quiere oír. Es el nacimiento de un mundo donde cada persona tiene su propio "top 10", tan privado y tan específico como una huella digital sonora. Si antes la música construía comunidad, ahora fabrica burbujas. Y esa transición, aunque fascinante, también es un poco inquietante.
El proceso fue lento pero implacable. Los discos físicos comenzaron a desaparecer como especies acorraladas por la evolución tecnológica. Primero cedieron ante los archivos digitales, luego ante el streaming, y ahora se ven eclipsados por una industria dominada por sencillos individuales, canciones diseñadas para sobrevivir en listas interminables y plataformas que saben, casi con presunción divina, qué recomendar a cada oyente. Se podría decir que la música dejó de ser un objeto para convertirse en un flujo constante, en una corriente que se adapta a cada oído sin exigir un compromiso narrativo. Los formatos desaparecieron, los álbumes murieron, la paciencia se diluyó. Todo se convirtió en consumo instantáneo, en scroll musical infinito.
Y cuando parecía que el vértigo era suficiente, llegó la inteligencia artificial. No solo como herramienta de producción y masterización, sino como creadora autónoma. Canciones compuestas por modelos generativos, voces reconstruidas, colaboraciones imposibles entre artistas que jamás se conocieron, homenajes póstumos creados con algoritmos que imitan timbres, técnicas y respiraciones. La frontera entre lo real y lo simulado se volvió tan delgada que uno podría atravesarla sin notarlo. Paralelamente, los escenarios recibieron hologramas, avatares digitales, dobles virtuales. Kiss, ABBA y otras bandas demostraron que el retiro podía ser solo una ilusión óptica, que el legado podía representarse sin la presencia física de sus protagonistas. El futuro se abrió como una puerta luminosa... pero también como una pregunta incómoda.
Porque si la música y las recomendaciones son personalizadas, y si el consumo es cada vez más solitario, ¿por qué los festivales no seguirían el mismo camino? Durante décadas, un festival ha sido la experiencia máxima de lo colectivo: cuerpos sudorosos, voces mezcladas, pasos que se sincronizaban sin que nadie lo ordenara. Un ritual de coincidencias humanas. Pero hoy, imaginar el futuro de esos encuentros implica preguntarse si las multitudes seguirán reuniéndose frente a un mismo escenario o si cada quien terminará asistiendo a un festival hecho a su medida. No sería extraño que dentro de unas décadas un espectador se siente en su sala, se coloque un visor de realidad aumentada y entre a un universo sonoro donde los artistas, los horarios, los escenarios y hasta la energía del público son un producto generado por la interpretación del algoritmo sobre su historial musical. Un festival construido solo para él. Un festival donde no hay empujones, no hay que hacer filas eternas ni soportar la travesía para poder ir al baño. Pero, entre todas estas comodidades se asoma la soledad y la frialdad. Alrededor no hay nadie más.
La escena es inquietante: miles, quizá millones de personas viviendo conciertos profundamente íntimos, impecablemente diseñados, perfectamente adaptados a sus preferencias. La música convertida en un traje hecho a la medida que ya no se comparte, que ya no vibra al ritmo de la masa, que ya no se barre con la respiración colectiva. Sería el triunfo del aislamiento sofisticado, de la personalización absoluta, del entretenimiento sin roce humano. El festival, esa celebración ruidosa de lo común, se transformaría en un espejismo privado, una experiencia que, aunque visualmente espectacular, quizá se sienta peligrosamente silenciosa por dentro.
Y sin embargo, o quizá precisamente por eso, surge un deseo muy personal: que esta predicción nunca se cumpla. Que, a pesar de la tecnología, de los avatares, de la inteligencia artificial y de los algoritmos que nos conocen mejor que algunos amigos, sigamos necesitando el temblor del bajo que se comparte, el canto desafinado del desconocido que se convierte en cómplice por tres minutos, el sudor colectivo que confirma que la música (para ser música de verdad) necesita cuerpos, necesita historia común, necesita humanidad. Que no todo pueda reducirse a una experiencia individual, aunque la industria insista en moldearlo así.
Quizá la tecnología seguirá avanzando, quizá los festivales se volverán más híbridos y quizá la personalización será inevitable. Pero también es posible que algo en nosotros se resista, que busque la mirada del otro para comprobar que la canción que nos estremece también estremeció a alguien más. Al final, el futuro de la música no será decidido por los algoritmos, sino por la capacidad humana de seguir encontrando sentido en lo compartido. Ojalá que, cuando ese futuro llegue, todavía haya multitudes dispuestas a cantar juntas. Y ojalá que la soledad nunca consiga comprar boletos para un festival completo.