In-D: Se acabaron los clásicos

Hubo un tiempo en que la música se cocinaba a fuego lento. Las canciones no eran lanzadas en torrentes diarios como ocurre hoy; se trabajaba durante meses, incluso años, antes de ser presentadas al mundo. Un disco era un acontecimiento y no un simple agregado a una playlist. Esa diferencia marca el contraste esencial entre la época en que se creaban clásicos y el presente, donde vivimos en lo que podría llamarse una crisis de la permanencia musical.

En los años setenta, ochenta y noventa, incluso en los tempranos dos mil, la música tenía un proceso de elaboración que dependía de recursos limitados: las cintas magnéticas, el costo del estudio, la preparación técnica del músico, la paciencia del productor. Entrar a grabar no era un juego infinito; era una batalla contra el tiempo y el dinero. Cada toma se cuidaba porque la cinta se acababa. Cada error podía significar una pérdida. El artista debía llegar listo, concentrado, con sus canciones bien ensayadas.

Esa tensión, paradójicamente, daba valor al resultado. Hoy, en cambio, los recursos son virtualmente infinitos. Las computadoras permiten grabar y regrabar sin límite, editar hasta la extenuación, cortar y pegar como si la música fuera un rompecabezas. Las "balas infinitas" de la era digital tienen una consecuencia: se pierde el filo del disparo. El error ya no cuesta nada, y lo que no cuesta nada rara vez se convierte en clásico.

Podemos señalar sin titubeos el álbum más vendido de 1970, Bridge Over Troubled Water de Simon & Garfunkel, o el más vendido de 1994, con The Division Bell de Pink Floyd compitiendo con Vitalogy de Pearl Jam y Dookie de Green Day.

Discos que se volvieron parte de la memoria colectiva porque eran esperados, discutidos, masticados por una generación entera. Cada lanzamiento importante se vivía como un evento. La radio programaba sencillos, la prensa musical escribía reseñas, los fans ahorraban para comprar el vinilo o el CD original.

Después venía la gira: una maquinaria que consolidaba lo que había nacido en estudio. Así se construía el concepto de "clásico": con tiempo, con permanencia, con un público que acompañaba el ciclo completo. Hoy el ciclo es inmediato y efímero. Una canción se lanza un viernes, el algoritmo la coloca en cientos de playlists, y al lunes siguiente ya es reemplazada por otra novedad.

¿Quién se detiene a escuchar un álbum entero? La lógica actual es la del "shuffle eterno", donde importa la canción, pero no el contexto ni la historia que un disco podía ofrecer. Y sin contexto, difícilmente se forja un clásico.

La cantidad de música lanzada diariamente es abrumadora. Plataformas como Spotify o Apple Music agregan decenas de miles de canciones cada 24 horas. En medio de esa sobreproducción, el oyente pierde noción de autoría: escucha tracks sin saber quién las interpreta. La playlist sustituye al álbum, y el intérprete se convierte en un dato secundario.

Esta lógica fragmentada hace casi imposible que, dentro de treinta años, alguien pueda decir: "El disco más vendido del 2025 fue...l". No habrá un consenso generacional, no habrá un referente compartido. La música quedará diluida en el océano digital, sin anclas claras en el tiempo. Lo que alguna vez fue escasez, y por ende valor, ahora es saturación que deriva en olvido.

La abundancia, en lugar de enriquecer la memoria musical, la devora. Un clásico requiere un público que lo adopte colectivamente, que lo lleve en procesión simbólica por décadas. ¿Quién carga hoy con ese peso cuando las canciones son tan desechables como un meme?

En el pasado, la grabación en cinta imponía límites férreos. Cada ensayo contaba. Cada error podía costar dinero real. Esa disciplina convertía a los músicos en soldados del estudio: no podían darse el lujo de improvisar a la ligera.

Los recursos limitados obligaban a la excelencia. Hoy, grabar en casa permite repetir infinitas veces, editar digitalmente, corregir al milímetro. Pero esa misma facilidad elimina el factor de riesgo. El músico ya no enfrenta la presión de lograrlo "a la primera". Y sin riesgo, ¿cómo surge la magia? Los clásicos no nacían solo de talento, sino también de la tensión entre limitaciones técnicas y aspiraciones artísticas.

La imperfección, grabada para siempre en la cinta, se convertía en identidad. Esa imperfección hoy se borra con un clic. Y con ella, quizá, se borran también las huellas de lo que alguna vez llamaríamos inmortal.

La pregunta no es solo si habrá clásicos dentro de treinta años, sino si habrá memoria musical compartida. En un mundo donde cada quien escucha su propia playlist personalizada.

 ¿Qué nos unirá como generación? ¿Qué canción representará al 2025? La música, paradójicamente, nunca había sido tan accesible ni tan frágil. Nunca había existido tanto material disponible y, al mismo tiempo, tan poca permanencia. El futuro podría ser un archivo infinito de canciones sin historia, sin mitología, sin clásicos. Y ahí radica la verdadera crisis: sin clásicos que nos unan, la música corre el riesgo de perder su poder simbólico. Pasará de ser un lenguaje universal a ser un ruido de fondo, un acompañamiento desechable en la era del multitasking.

Los clásicos no eran solo discos; eran faros que iluminaban generaciones enteras. Eran puntos de encuentro, referencias comunes, pilares de identidad cultural. Hoy esos faros se apagan entre algoritmos y lanzamientos infinitos. Quizá dentro de treinta años, al buscar el "disco más vendido del 2025", no encontremos nada. Y entonces confirmaremos que los clásicos no murieron por falta de talento, sino por exceso de ruido.

La historia de la música no terminará, pero su capacidad de crear mitos puede estar viviendo su última gran nota. Porque un clásico, más que una canción, es un espejo donde una época entera se reconoce. Y ese espejo, hoy, se está resquebrajando.