“¡Esto no me gusta nada!” -exclamó lord Feebledick cuando al entrar inesperadamente en la alcoba conyugal vio a su esposa, lady Loosebloomers, en pleno concúbito carnal con mister Highrump, el vecino. Sin turbarse respondió el cínico visitante: “Tiene usted razón, milord. Visto desde afuera este espectáculo no es nada estético”. (Acerca del acto sexual comentó lord Chesterfield: “El esfuerzo es considerable, el placer momentáneo y la posición ridícula”)... El clima de mi ciudad, Saltillo, era benévolo. No conocíamos el calor: si el termómetro subía a más de 25 grados Celsius la gente exclamaba: “¡Uf, qué calor!”, y decía que estábamos en el infierno. “The air-conditioned city”, rezaban los folletos de propaganda de las escuelas que ofrecían cursos de verano a los estadounidenses deseoso de aprender nuestra lengua. (“Bueno: aquí se quebró una taza” -le dijo mi tía Adela, ya cansada, a la norteamericana que no la dejaba irse, pues ya terminada la hora de enseñanza quería seguir practicando con ella su español. “Oh, ¿aquí precisamente?” -se interesó la mujer al tiempo que sacaba su cámara para fotografiar el sitio donde tal suceso había tenido lugar). En abono de la sinceridad debo decir que en cambio los fríos saltilleros eran polares. Jamás dejaba de presentarse con puntualidad de tren inglés el famoso “cordonazo de San Francisco”. El 4 de octubre, día del Poverello, el termómetro descendía bruscamente. Se nublaba el cielo; la bruma convertía a la ciudad en un paisaje impresionista; caía la cellisca, y si osabas atravesar el callejón llamado de la Pulmonía, en el costado norte de la Catedral, eso ponía a tu familia en trance de solicitar los eficientes servicios de Chuy Moya, el dueño de los funerales de la localidad. Salían de las castañas -así se llamaban los baúles de cubierta abombada- las gruesas cobijas nombradas de lana y lana hechas en los obrajes del barrio del Águila de Oro, donde también se tejían esos prodigios de belleza que son los sarapes de Saltillo. A los niños nuestras mamás nos ponían aquellos pesados y picosos chaquetones conocidos como “maquinofs”. Nos instruían: “Cuando salgas del cine tápate la boca y la nariz”. Todo eso es cosa del pasado. (En realidad a partir de este momento lo que escribo es también ya cosa del pasado). El cambio climático lo ha cambiado todo, incluso el clima. En mi ciudad se sienten ahora inéditos calores agravados por el crecimiento de lo que con expresivo y justo nombre se designa como “mancha urbana” y por la paulatina pero inexorable desaparición de las añosas huertas plantadas por nuestros antepasados tlaxcaltecas. Desde luego, Saltillo sigue siendo un benigno oasis si se le compara con las poblaciones que nos circundan por los cuatro rumbos cardinales: Monterrey, Torreón, Monclova y Matehuala, pero aun así nuestro clima no es ya el de antes. Lo mismo oigo decir en todas partes del país y en otros. El calentamiento del planeta es una realidad que solamente los mentecatos niegan. Para colmo México no da trazas de renunciar al uso de combustibles fósiles. Habrá que investigar las motivaciones económicas ocultas bajo esa negativa. ¿Alguna vez usaremos a plenitud la energía solar, la eólica y otras de las llamadas energías limpias? Quizá por ahora deberemos responder a esa pregunta en la misma forma en que contestó un párroco de experiencia cuando un curita joven le preguntó: “¿Usted cree, padre, que algún día la Santa Madre Iglesia permitirá que los sacerdotes nos casemos?”. Respondió con tono escéptico el presbítero: “¡Uh, padre! ¡Eso lo verán nuestros hijos!”. FIN.