Hay ocasiones en que la muerte arriba con bombo y platillo, anunciando su llegada sin reticencias y dando cuenta de su inexorable arribo; otras, es sigilosa y, sin más, arrebata. Eso hizo el jueves pasado en que nos arrebató a Jorge Ricardo Domínguez Casanova, “el riquis” para muchos y mi tocayo (trato que nos dábamos) por y para siempre.
Lo conocí en los inicios de la década de los noventas, manteniendo en aquellos entonces un trato cordial y, cada vez, más cercano, tanto, que en mil novecientos noventa y siete me pidió que representara al Partido Acción Nacional, sin ser yo panista, ante la Comisión Electoral del Séptimo Distrito Local en San Luis Potosí, pues se postulaba como candidato a Diputado a la quincuagésima quinta legislatura del Congreso del Estado. Su petición obedeció más a la amistad que a mis méritos para tal encomienda, pues el solo se bastaba para ganar en las urnas, sin que mi eventual defensa pudiera ser determinante. Y así fue.
Jorge Ricardo ganó con mucho la diputación y, como siempre lo comentábamos en broma, fue el primer diputado electo para Acción Nacional (en aquellas elecciones por primera vez ganaba alguna diputación por elección directa en la zona urbana de la ciudad San Luis Potosí) pues su constancia de mayoría fue la primera que se entregó, alrededor de las diez de la mañana del día del cómputo.
Cuando se presentó a recoger su acreditación, escuchamos un breve discurso emotivo y emocionante, pues era imposible no conmoverse con las palabras de mi tocayo. Escuchamos referencias al esfuerzo, al no rendirse y, por supuesto, al agradecimiento a su familia por el apoyo incansable. Ahí conocí más de mi amigo que en ningún otro momento.
Porque así era mi tocayo: para él, la familia estaba colocada por encima de todo; la congruencia con sus convicciones, siempre al frente de sus miras y la capacidad para comunicar sus sentimientos, incomparable.
Abogado combativo, conocedor de la materia laboral, siempre dispensó a sus contrincantes respeto y, sobre todo lealtad, pues el encontrarse en puntos divergentes de la geografía del litigio, no hace que se pierdan esos valores que conforman al ser humano como tal. Siempre buscó la mejor solución, con la ley en la mano y la justicia en el ánimo.
Su vida sufrió un cambio a raíz de aquel accidente que le limitó sus deportivas intenciones y aficiones, pero que poco vino a significar en el empeño de quien siempre dio ejemplo que, más allá de lo estrictamente físico, la voluntad y el gusto por la vida pueden mucho más.
Yo no sé los demás, pero incluso haciendo mi mayor esfuerzo, no recuerdo alguna diferencia de opinión, que siquiera dejara un imperceptible rayón en la memoria. Siempre que hablábamos, cada vez que nos encontrábamos, era una grata experiencia.
Se dice que, cuando una persona fallece, siempre se habla bien de él. Me confieso culpable de no tener nada malo que decir de mi tocayo; me confieso culpable de escribir esta columna y compartirla con mis lectores, desde el profundo dolor que me deja la ausencia de Jorge Ricardo; me confieso culpable de no poder contener, con mesura, el enojo de que la muerte venga de improviso y nos arrebate a personas como “el riquis”.
Muchos lloramos su partida; muchos la lloraremos por siempre.
@jchessal