Justicia con rostro humano

Justicia es la constante y perpetua voluntad de dar a cada quien lo que le corresponde. Así concebía el Jurista Ulpiano a la Justicia, en la Roma del siglo III y así lo aprendimos como estudiantes en las sobrias aulas de la Facultad de Derecho hoy consagrada al prócer potosino “Ponciano Arriaga Leija”. Como jóvenes, casi niños a los muy tiernos diecisiete -algunos como el que escribe-, siendo alumnos de nuestra queridísima Facultad, en esos pasillos de muros color ocre combinados con madera, con una mezcla de olor a tabaco y café tostado, en apasionadas discusiones, debatíamos sobre la prevalencia del concepto aristotélico de justicia distributiva (social) o la justicia a secas, esa que deviene sólo de la rígida interpretación de la ley aplicada al caso concreto, dilucidábamos sobre si era correcto que la representación de la Justicia encarnada por la diosa Themis tuviera o no vendaje cubriendo sus ojos; en esos pasillos universitarios de nuestros años noventas, compartimos los pormenores de extraordinarias cintas -hoy clásicas-, como Cuestión de Honor o El Abogado del Diablo, fuimos de esa generación de abogados egresados justo en el año 2000, quienes transitamos esa última década del siglo XX que dejó en México un alzamiento armado, tres magnicidios (Colosio, Posadas y Ruiz Massieau) la década donde el partido hegemónico perdió por primera vez la mayoría en el Congreso de la Unión y que cerró el siglo con la alternancia en el Ejecutivo Federal (el abuelo no lo podía creer). Pero fue también la década del nacimiento de los Organismos Defensores de Derechos Humanos, de una visión distinta que llegó para quedarse, la visión de la dignidad; fue también la década donde la Suprema Corte de Justicia de la Nación se consolidó como el gran árbitro de este país, convirtiéndose en lo que siempre debió ser, un auténtico Tribunal Constitucional. En esos años de estudiantes universitarios, nuestros años maravillosos, crecimos leyendo los desencuentros entre las visiones antagónicas de Ignacio Burgoa y José Ramón Cossío, es cierto que en la Facultad tuvimos que pasar también por los textos clásicos de Recaséns, Rojina o García Maynez, pero también fuimos la primera generación que pasó de la máquina de escribir a la computadora y por ende al incipiente internet, ahí descubrimos a Ferrajoli, Bobbio, Zagrebelsky, a John Rawls y su Teoría de la Justicia, hicimos fila en la casa de la cultura jurídica para obtener la renovación anual del “Jus”, esa compilación jurisprudencial en un “moderno” disco compacto que se agotaba en horas, pero que nos creó el buen hábito de mantenernos actualizados -hoy sí-, todos los días.  Con nostalgia recuerdo esos años formativos, pero con la certeza de que el paradigma en materia de Justicia cambió, estoy cierto también que hemos sido partícipes de ese cambio, desde la abogacía, profesión que abrazo con profundo amor, se observan con claridad las áreas de oportunidad en el fortalecimiento de las instituciones de administración de justicia. Jueces, Magistrados y Ministros, tienen un gran reto frente a una sociedad que exige una justicia con rostro humano, juzgadores que coloquen en el centro de su ministerio el Principio Pro Persona, que caminen en su ejercicio por el recto camino del debido proceso, que en sus sentencias y resolutivos se auxilien de los valiosos criterios progresistas sostenidos por la Corte Interamericana de Derechos Humanos, pero sobre todo que consideren siempre, que en sus manos está no sólo un expediente, sino la vida de una persona, de un ser humano; porque quienes fuimos estudiantes de derecho y hoy somos abogados, quijotes siempre en busca de Justicia, nunca olvidaremos las cuatro características Socráticas que corresponden al buen juez: escuchar cortésmente, responder sabiamente, ponderar prudentemente y decidir imparcialmente. 

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