El derecho suele entenderse como un compendio que otorga certezas a cambio de inmovilidad. Esto clausura la imaginación. Sin embargo, la sociedad que intenta ordenar se transforma a una velocidad que deja atrás fácilmente a los precedentes: algoritmos deciden créditos, plataformas digitales redefinen el empleo, la emergencia climática exige responsabilidades que ningún tratadista del siglo pasado pudo anticipar y la diversidad de identidades desborda las viejas casillas administrativas del pensamiento.
Continuar aplicando la ley con el espíritu del arqueólogo condena al sistema jurídico a volverse irrelevante. Para que el cuerpo normativo siga latiendo al ritmo de sus destinatarios necesita algo más que eruditos y glosadores; necesita imaginación.
Creatividad jurídica no significa hacer malabarismos verbales ni suspender la legalidad, sino descubrir posibilidades ocultas en los dobleces del texto, en el diseño institucional y en la forma de prestar servicios. Innovar dentro del marco ético es un deber porque los litigios contemporáneos desbordan las categorías dogmáticas tradicionales.
Quien se aferra al precedente como salvavidas único convierte al abogado y a los jueces en vigilantes de un museo clausurado. El oficio exige hoy conversar con la economía, la ingeniería, la antropología y las ciencias del comportamiento para alumbrar remedios que respondan a problemas inéditos sin traicionar los principios de igualdad, debido proceso y dignidad humana.
Las escuelas de derecho cargan buena parte de la responsabilidad. Programas dominados por la memorización de artículos y la reverencia jerárquica a doctrinas y doctrinarios desalientan la pregunta incómoda, la curiosidad provocadora de los estudiantes. El plan de estudios del siglo veintiuno debe mezclar dogmática con pensamiento de diseño, procesal con ciencia de datos y hermenéutica con psicología cognitiva. Esa combinación permite leer un expediente como quien analiza un sistema complejo y diseñar soluciones a la medida, no plantillas genéricas. Formar juristas para un mundo contradictorio exige enseñar a programar un algoritmo sencillo, a prototipar un servicio legal y a sostener una conversación productiva con un ingeniero o una socióloga sin necesidad de traductor.
La tecnología amplía el tablero de juego, pero no ofrece varitas mágicas. Bases de datos que revelan patrones de litigio, plataformas de mediación en línea y contratos inteligentes pueden acercar la justicia al ciudadano o reproducir sesgos si se implementan sin auditorías y sin transparencia. La innovación digital exige metodologías responsables que documenten límites, revisen algoritmos y mantengan al humano como árbitro final. El objetivo no es reemplazar la prudencia, sino dejar tiempo libre para la escucha activa, la argumentación sólida y la empatía, tres activos que ninguna máquina sabe replicar.
La forma de organizar el trabajo jurídico también debe evolucionar. El despacho de rascacielos que factura por hora convive con firmas ligeras que ofrecen suscripciones, precios cerrados o asesoría cooperativa. Resistirse a esa diversidad equivale a rendir culto a la máquina de escribir frente a quien redacta en la nube. Diseñar servicios centrados en necesidades reales, no en tradiciones gremiales, obliga a escuchar, hacer prototipos y medir impacto con la misma disciplina con que se citan precedentes.
La creatividad demanda además una ética de la anticipación. No basta con reaccionar cuando el conflicto estalla; hace falta leer la línea de horizonte, identificar tendencias regulatorias y ponderar impactos sociales y ambientales antes de que aparezcan en los boletines oficiales.
Compartir prototipos de cláusulas, bases de datos de jurisprudencia y métricas de servicio no debilita la competencia; eleva el estándar colectivo y fortalece la confianza pública en la profesión.
La creatividad es la mejor forma de enfrentar el reto de la elección judicial, no hay más.
@jchessal