En el año de 1818 se publica un poema de Percy Bisshe Shelley que nos da cuenta de la narración de un viajero que cuenta una de sus tantas experiencias. El texto lleva por título Ozymandias, palabra que era un seudónimo de Ramsés II, el Grande, quien gobernó Egipto alrededor de mil doscientos años antes de la era cristiana, quedando monumentales vestigios de su paso por la historia.
El texto de Shelley (aquí en forma de prosa, dado el formato de esta columna, dice:
“Conocí a un viajero de una tierra antigua, que dijo: Dos piernas de piedra vastas y sin tronco se alzan en el desierto. Cerca de ellas, en la arena, yace medio hundido un rostro destrozado, cuyo ceño, labio arrugado y desprecio de comando frío, indican que su escultor bien leyó esas pasiones que aún sobreviven, grabadas en estas cosas sin vida, la mano que se burló de ellas, y el corazón que las alimentó.”
“Y sobre el pedestal, aparecen estas palabras: ‘Mi nombre es Ozymandias, rey de reyes: ¡Observad mis obras, poderosos, y desesperad!’.”
“Nada más queda. Alrededor de la ruina colosal, infinita y desnuda, se extienden las solitarias y planas arenas hacia lo lejos.”
El soneto de Shelley se basa en la inscripción que, según Diódoro de Sículo, historiador griego del siglo primero antes de la era cristiana, aparece al pie de una escultura de Ramsés II:
“Rey de reyes soy yo, Ozymandias. Si alguien quiere saber cuán grande soy y dónde yazgo, que supere alguna de mis obras”
La historia de la humanidad está llena de grandes líderes y figuras que han dejado su marca en el tiempo. Sin embargo, con el paso de los siglos, sus logros y su grandeza inevitablemente se desvanecen y se convierten en meras sombras del pasado. El poema es una clara referencia a la arrogancia del poder. Ozymandias, el faraón cuyo nombre adorna la base de la estatua, se muestra como alguien egocéntrico que busca dejar su huella en la posteridad. Tal como nuestro mañanero López, cuyo discurso se centra siempre en sí mismo, con una visión personalista de la administración, colocándose como la víctima de todos los ataques de aquellos que no quieren ser guiados al México prometido por su patriarcal báculo. Todo lo que se dice o se hace, siempre tiene como alfa y omega su persona, ya para bien, ya para mal, según su propia apreciación y por sobre sus palabras no hay jamás otra verdad que la suya. Es nuestro propio Ozymandias.
En varias ocasiones, López ha expresado su desdén por las instituciones democráticas establecidas y ha buscado consolidar un poder centralizado en la figura presidencial. Esta actitud, reflejada en la implementación de consultas populares sin suficientes garantías de imparcialidad y el debilitamiento de los contrapesos institucionales, es un intento de dejar una huella duradera en la historia política de México. Su transformación de cuarta pretende ser un legado para las futuras generaciones, un monumento a su nombre.
La historia nos ha enseñado que el poder concentrado en una sola persona o entidad es vulnerable a la misma fragilidad que Shelley destaca en “Ozymandias”. La erosión del poder y la influencia de líderes autoritarios es inevitable, y sus obras monumentales pueden desmoronarse con el paso del tiempo.
El reescribir la historia a través de todos los medios a su alcance, mañaneras, libros de texto, redes sociales y un largo etcétera, enfocándose en resaltar los aspectos negativos de gobiernos anteriores y presentándose a sí mismo como el único calificado para guiar a nuestra nación, es la nota distintiva del discurso de López todos los días.
¿Cuál es la medida de la grandeza? ¿Los monumentos físicos o la mejora tangible de la vida de las personas? López ha implementado programas sociales y proyectos de infraestructura, como el aeropuerto Felipe Ángeles, el Tren Maya y la refinería de Dos Bocas, con la intención de marcar su gobierno en la memoria colectiva.
Ya veremos esas ruinas entre arenas solitarias y planas, diría Shelley.
@jchessal