La presidencia más fuerte de la historia reciente iniciará su gestión como la más maniatada. Desde el lejanísimo año de 1982 ningún presidente había tenido el porcentaje de votos que recibió Claudia Sheinbaum en junio. Ninguno había tenido el respaldo legislativo como el que tendrá ella al tomar posesión. Su alianza no solamente conserva la capacidad para legislar, sino que, como se demostró hace unos días, tiene la fuerza para cambiar la Constitución. Más aún, la coalición gobernante se ha abierto el espacio para violar la Constitución sin consecuencias. Es por eso que el régimen que se ha inaugurado merece el nombre de autocracia.
El perfil de ese régimen, por supuesto, está lejos de haberse definido, pero sus notas esenciales son ya visibles. Se trata, hay que reconocerlo de inicio, de un régimen con sólido respaldo popular. Mientras las oposiciones parecen liquidadas y sin aliento para recomponerse, el régimen sabe cómo conseguir votos, ejercer el poder y controlar la agenda pública. Movimiento, partido, gobierno, Estado empiezan a moverse en sintonía. Se han cambiado reglas esenciales y se ha desmontado, casi por completo, la máquina institucional del pluralismo. Al mismo tiempo, el aparato del poder sigue una lógica muy distinta a la de las instituciones porque ha armado una plataforma devocional. Los últimos años subrayan, por contraste, lo lejos que México estuvo de esa lacra del personalismo. Conocemos y hemos padecido, desde luego, presidentes muy fuertes y abusivos, pero no tenemos recuerdo de una adoración como la que produce Andrés Manuel López Obrador. Un culto que ha llevado al absurdo de pensar que en sus discursos hay una filosofía que es el único faro que necesita la patria y ejemplo indispensable para el mundo. Se trata, también, de un régimen que descansa en un bloque militar que no es solamente el principal aliado político, sino también guardián, sustento burocrático, socio y contratista. Un sistema, debe añadirse, que abdica de sus funciones esenciales al haberle entregado al crimen el mando de extensas porciones del territorio. Un arreglo político que hace del Estado un pasivo espectador del delito.
El panorama es más complejo de lo que parecería a simple vista. La autocracia puede tener muchas caras. La que acaba de instalarse en México no ha revelado aún la mecánica de su operación. El poder de Sheinbaum será un poder enorme dentro de una prisión. Sheinbaum ejercerá la presidencia en un régimen que su antecesor construyó para sí mismo. Ese régimen ofrecía claridad (aún en el capricho) porque hacía coincidir el poder formal y el poder informal en la misma persona. El caudillo fue el Ejecutivo Federal. Pero esa coincidencia desaparecerá en el primer instante de octubre. Surgirá entonces, de manera inevitable, una estructura dual: el poder constitucional por una parte y, frente a él, el entorno del caudillo. No es necesario especular sobre la conducta de éste. Un proyecto político tan personalista como el que ha dominado nuestra política en los últimos seis años no se disuelve de la noche a la mañana.
Sheinbaum constatará que el régimen es, para ella, un edificio de cuñas. Las cercas que el presidente saliente ha levantado están por todas partes: en el mismo equipo de la presidenta entrante, en los coordinadores parlamentarios, en las bancadas del partido oficial. En Morena, sin que la presidenta electa lo haya objetado, se ha abierto la puerta a la política dinástica. Una clara victoria cultural del Partido Verde. Si la vieja hegemonía del PRI se fundaba en la disciplina de un partido que acataba las instrucciones del presidente de la República, la nueva hegemonía dependerá del veto de un jubilado.
La gran paradoja con la que iniciará Claudia Sheinbaum es esa: sus millones de votos, sus apabullantes mayorías, el dominio territorial de su partido y la instauración de una suprema Presidencia de la República cuelgan de una simple insinuación. Así de frágil parece hoy el gran poder. El vértice del nuevo régimen no es la presidencia, ni el partido, ni el ejército. No digo nada nuevo: el punto que une todos los hilos del nuevo régimen es el hombre que se convertirá en desempleado en una semana.