La libertad de expresión y de prensa no desaparece de golpe o por decreto. Suele debilitarse en silencio, bajo el disfraz de solemnidad institucional, de resoluciones judiciales o marcos regulatorios que se venden públicamente como defensores del orden, la convivencia o el honor. En nuestro país, recientes episodios muestran cómo el aparato del Estado puede ser usado para escenificar disculpas, imponer correcciones públicas o incluso revisar contenidos antes de su difusión. Todo ello configura una tendencia peligrosa: el uso de los mecanismos institucionales no para garantizar la libertad de expresión, sino para contenerla, disciplinarla o, en el peor de los casos, asfixiarla.
Un caso visible ocurrió el pasado mes de mayo, cuando el abogado Carlos Velázquez de León ofreció una disculpa pública al senador Gerardo Fernández Noroña, luego de haberlo agredido verbalmente en el aeropuerto de la Ciudad de México. La escena de disculpa no conciliación en privado ni en redes, sino en el pleno del Senado, con presencia de la Fiscalía General de la República. Lo que debió ser un acto de conciliación entre particulares se convirtió en un espectáculo institucional, con un ciudadano obligado a rendir cuentas frente al legislador en una de las máximas tribunas del país. No justifico la acción del abogado Velázquez quien emprendió la ineficaz acción de increpar al senador Fernández Noroña, ni juzgo por qué consideró que era buena idea agredirlo de la manera en que lo hizo. Francamente dudo que el agredido se levante cada mañana lamentando que una parte del pueblo bueno y sabio le detesta. Lo que quiero hacer visible es la exhibición pública del acto que lejos de ser un acto de conciliación, se asemeja a una ejecución pública propia del medioevo.
La pregunta no es si Fernández Noroña tenía derecho a reclamar justicia, sino si ese derecho puede ejercerse mediante la escenificación de una disculpa en un espacio legislativo. Cuando el aparato público se emplea para corregir o exhibir a quien incomoda, se cruza una línea delicada: la que separa el uso legítimo del Estado de su instrumentalización para reprimir la crítica.
Otro caso emblemático lo protagoniza Diana Karina Barreras, diputada inscrita en la bancada del Partido del Trabajo, quien fue víctima de violencia simbólica al ser desacreditada públicamente por sus logros políticos. El Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación resolvió que una ciudadana debía disculparse con ella durante treinta días consecutivos en redes sociales. Sin embargo, por exigencia del tribunal, la diputada debía ser referida únicamente como “Dato protegido”.
Así, el efecto de la sentecia perdió toda lógica reparadora: se impuso una sanción diaria notoriamente desproporcionada, pero se borró simbólicamente a la persona agraviada. La ciudadana sancionada atendió el mandato, mientras el caso se convirtió en un meme de escala nacional. La propia diputada admitió que una sola disculpa habría sido suficiente. De nuevo, el mensaje de fondo es inquietante: más que reparar, el Estado parece querer corregir públicamente al infractor para escarmentarlo en la plaza pública.
En Campeche, la organización Artículo 19 ha denunciado una medida cautelar contra una periodista local que incluía la revisión previa de sus notas y la incorporación de un “censor” en su programa. En otras palabras, el gobierno estatal pretende aprobar los contenidos antes de su difusión, lo que constituye una violación directa al artículo 7 constitucional, que prohíbe toda censura previa. Aunque la medida fue argumentada o torpemente justificada como un “mecanismo de protección”, su diseño y ejecución revelan una lógica de control más que de resguardo. No se trata aquí de combatir la desinformación con más información, sino de someter la narrativa al filtro oficial, debilitando la función crítica del periodismo.
En todos estos casos hay un punto en común: el uso de estructuras institucionales para condicionar el discurso público. Ya sea mediante disculpas forzadas, vigilancia de contenidos o resoluciones judiciales que teatralizan la sanción, es posible apreciar un patrón en el que el aparato del Estado se convierte en corrector ideológico.
Cuando el derecho a la expresión se ve amenazado no por la censura abierta, sino por la imposición de rituales de sumisión o correcciones públicas, se configura un nuevo rostro del autoritarismo: uno que no grita, pero que reprime; que no clausura medios, pero los intimida; que no encarcela periodistas, pero los vigila.
La libertad de expresión no debe entenderse como la simple capacidad de hablar, sino como la posibilidad real de disentir sin temor a represalias simbólicas o institucionales. Defenderla implica también defender el derecho a equivocarse, a incomodar, a provocar.
Los mecanismos institucionales deben ser un escudo para proteger la crítica, no un garrote para azotarla. Porque si el precio de expresarse es disculparse públicamente, callar o someterse a revisión previa, entonces ya no estamos hablando de libertad y democracia sino de un discurso condicionado. Y ese, aunque se vista de legalidad, es el primer paso hacia la autocensura.
Si alguna persona -periodista o no- ha pensado que es más prudente no decir o publicar algo por temor a una represalia pública, creo que podemos afirmar, lisa y llanamente, que no existe una percpeción pública de garantía de libertad para expresarse.
x.@marcoivanvargas