Mercado de ilusiones

Vender ilusiones siempre ha sido redituable. Tenemos tatuadas en la memoria aquellas clases de Historia de la primaria donde el afán por crear dos bandos (los buenos y los malos), nos hicieron memorizar que los españoles (naturalmente del lado de los malos), intercambiaron con los nativos del continente Americano (naturalmente los buenos), cuentas de vidrio por estatuillas de oro macizo. Ahí, según nos decían, empezó nuestra desgracia. Un pueblo bobo que cambia todo por nada, que se deja llevar por brillos sin contenido, el que es víctima de engaños malsanos. 

Sin embargo, es incómodo aceptar que comprar ilusiones también resulta redituable. Obtenemos algo que antes no teníamos: esperanzas utópicas, proyectos a futuro, planes en que entretenernos. Una corriente no muy popular, pero no por eso menos cierta, ha notado que durante el siglo XVI hubo en Europa y especialmente en Italia, una producción importante de cuentas de vidrio de colores que “se tomaban por buenas”; es decir, que tenían valor comercial de intercambio alto. Aunado a esto, si tomamos en consideración que varios pueblos mesoamericanos dieron a los colores azul y verde  significados relacionados con el agua y la agricultura fecunda y que incluso hubo piedras como el jade y las turquesas que  se depositaban como ofrenda preciada en altares y tumbas; entonces los famosos espejuelos toman otro sentido. Se desliga un poco aquello del intercambio todo por nada, y se convierten en algo por algo. 

Si se ve con cuidado,  el oro tiene el valor que se le da, porque subjetivamente alguien, en algún momento, decidió que ese metal tendría una valía que lo hacía preciado. Mucho más en el viejo continente, donde era difícil de encontrar. Por tanto, al llegar a este lado del planeta, donde el oro era mucho más frecuente de hallar, entregarlo a los españoles no resultaba tan absurdo. Darlo a cambio de cuentas de vidrio  que no se parecían en nada al trabajo que se realizaba en espejos de obsidiana, tenía  sentido. Entonces, el intercambio tuvo un cierto beneficio para ambas partes. Ambos encontraron algo que antes no tenían y que consideraban valioso.

Así como ocurre con los objetos, sucede también  con el intercambio de palabras. La raza a la que pertenecemos tiene la característica única de jugar con las letras, moldearlas y construirlas para hacer de ellas lo que le venga en gana. Así como creamos grandes mitologías, ficciones y mundos alternos, creamos también falsedades ordinarias,  mentiras utilitarias; esas que no requieren líneas de coherencia ni estructuras complicadas. “Llegué tarde porque había tráfico,” “Te juro que me acabé el brócoli “No te estoy engañando, es tu imaginación”, pueden ser mentiras de intercambio cotidiano, dichas casi instantáneamente. Todas ellas encierran una malicia de la cual nadie puede declararse exento. Si alguien pidiera arrojar la primera piedra por estar libre de pecado, estaríamos todos apedreados. 

Nada más convincente que aquella mentira que entraña una pizca de verdad: “Te amo por sobre todas las cosas” puede ser calificada como una verdad a medias o una mentira parcial. Quizá hay amor, pero para eso hemos creado en México, los “asegunes”: “Bueno, sí, pero no más que a mis hijos”. 

Cada verdad a medias pudiera ser una mentira completa; sin embargo, habrá que ver no tanto el contenido de la misma, sino la manera en que se recibe. Un “te amo” falseado, puede ser perfectamente bien recibido si por instantes aleja de la soledad y crea la ilusión de sentirse el centro del universo de alguien más.  “Cambiaremos todo, lo haremos diferente” puede ser bienvenido ante la imperante necesidad de voltear el mundo de cabeza para ver si así puede funcionar.

Todos hemos intercambiado cuentas por oro y viceversa en este gran mercado de ilusiones, porque todos deseamos sentirnos valorados, importantes, amados o simplemente porque ya no podemos soportar más el estado de las cosas tal cual las estamos viviendo. En este mercado habrá inconscientes, pero no hay inocentes. Creemos lo que nos dicen porque necesitamos oírlo, porque queremos aferrarnos a algo distinto, porque todos hemos encontrado valor en cuentas de vidrio de colores.