Recordar a Lila López es sentirla en los huesos, escucharla en los músculos, en la espina dorsal; en las puntas y los empeines.
Lila fue y sigue siendo, disciplina, técnica, perfección e innovación.
No hubo, en el San Luis de su tiempo alguien como ella.
La viví de niña y de adolescente de manera directa: en su salón, con su pandero o su palo, para dar el ritmo y los tiempos, y con la palabra de sus percusiones, siempre enérgica. Cuando dejé Bellas Arte me acarició saber de sus logros y de su prestigio.
Me acercó a un mundo en el cual yo encontré el placer del movimiento, lo inexpresable, la libertad del desplazamiento, el contacto con el arte.
Fue una directriz inconsciente sembrada en mí desde que ingresé a Bellas Artes en los primeros años de los 60, cuando aún la clase de danza para niños y jóvenes, se daba en el salón con el balcón rematado por la estatua de Mercurio.
Con su pandereta reforzaba las indicaciones, les daba melodía y cadencia. Con sus elecciones musicales abrió en niños y jóvenes, el panorama de una música poco usual, en muchos hogares cuando el radio reinaba y la televisión apenas iniciaba.
En Lila López vivía lo mexicano y el espíritu nacionalista; en su expresión habitaba la danza como universo, transmitida en sus interpretaciones y coreografías.
La danza y ella eran un mismo concepto, una misma idea y muchos escenarios. San Luis y nuestro país no pudieran entender la danza contemporánea sin Lila López al frente.
Ella era Bellas Artes; danza, vida y México, en el cuerpo de los bailarines que formó y que acogió desde el primer festival que creó para San Luis y más tarde para el mundo. El mismo que este mes cumple 40 años y que desde la virtualidad celebramos. Así como festejamos la vida de esta gran maestra, su revolución dancística en nuestro estado y la semilla de muchas generaciones de bailarines y bailarinas, forjados en las aulas de una noble institución.