La historia de las instituciones puede contarse de muchas maneras. Una, por ejemplo, es rastreando los documentos que le dieran vida; vamos, desde leyes y decretos, pasando por reglamentos y acabando en circulares y memorándums. Otra puede ser reseñando a quienes han estado al frente de la organización, porque a través de las personas bien que puede uno darse cuenta de la tónica que se siguió en determinado momento. A unos les tocará empezar de cero, a otros innovar y a algunos nomás con que no desgracien lo que hicieron los anteriores podemos darnos por bien servidos. Sin embargo, hay otra manera de contar la vida de una organización, una mucho más personal, mucho más íntima y subjetiva, y es la que tiene que ver con la manera en que cada uno de nosotros la vive.
Mi historia con la Facultad de Ciencias de la Comunicación de la UASLP empezó hace cuarenta años, cuando ella a penas nacía y yo tenía ya 9 años. La conocí incluso antes de que tuviera un terreno para establecerse y tomaba prestados otros espacios de la Uni. Así conocí el edificio que era entonces el Centro de Idiomas, en la calle de Zaragoza, un espacio que me parecía inmenso y donde siempre me dio miedo asomarme por los barandales que dan al patio interior porque algo tengo de acrofóbica. Ahí andábamos mi hermana y yo, acompañando a mi papá, que recientemente había tomado la dirección de una escuela que nadie entendía para qué servía y a los que muchos vaticinaban una vida corta.
Luego, conocí el hermoso edificio de la Caja Real, ahora convertido en Centro Cultural y donde esas primeras generaciones tomaron clases donde antes entraban mulas que cargaban los tributos para la corona española y se llevan otra clase de cuentas y cuentos. Ese lugar, en mi mente infantil, se llenaba de fantasmas virreinales y juro que varias veces escuché el golpe de cascos de espíritus equinos del siglo XVII chocando contra el piso de cantera.
Después, le donaron un espacio donde había puro monte. Ahí creo que empezó la parte divertida. Antes de iniciar la construcción a mi papá se le ocurrió la peregrina idea de convertir ese lugar en un pequeño recinto rodeado de árboles y la mejor manera de hacerlo, fue convocando a los estudiantes a plantar arbolitos. Conocedor de la naturaleza humana y de la motivación que da la comida, comenzó a organizar paellas al final de las jornadas de reforestación...en mi casa. Entonces, en la sala, el comedor, la cocina, el jardín, comenzó una lenta invasión que duró muchos años. Chicos y chicas entraban y salían y mi papá cocinaba enormes paellas para alimentar al ejército juvenil. Ahí conocí a las primeras generaciones, que en ese momento nos veían a mi hermana y a mí como una especie de mascotitas. Nosotras nos divertíamos mucho viendo cómo trataban a mi papá de “licenciado Camacho” o “el profe Camacho” y entendimos que mi papá podía ser muchas cosas para mucha gente, además de nuestro papá.
Con el tiempo y durante todos los años hasta que se jubiló hace poco, no dejaron de circular de una u otra manera, estudiantes en la casa. Uno incluso ya se quedó para siempre. Había unos foráneos, con los que mi papá se sentía identificado porque él formó parte del clan de estudiantes que llegan a San Luis sin un quinto y únicamente con las ganas de salir adelante gracias a la educación pública. Había otros que llegaron por consejo, para platicar y escuchar. Otros tocaban la puerta incluso el fin de semana, para preguntar por tal o cual cosa que no habían entendido. Recuerdo también que un par de veces, ya de noche, le llamaron a mi papá porque en el Charco Verde había algún detenido borracho que había pedido que le llamaran al maestro Camacho. Mi papá los ayudaba y luego les ponía una regañiza de aquellas. Sin embargo, jamás he visto a mi papá tan enojado como cuando años después mataron a todos los árboles que esas primeras generaciones habían sembrado, para poner en su lugar unas concesionarias de venta de coches y una plaza comercial. Estaba furiosos y yo creo que, en cierta medida, sigue estando enojado por esos árboles que llevan años de ya no estar.
Mi papá se despidió de Ciencias de la Comunicación con la misma cara que lo vi hacer cuando Vani y yo nos casamos: con tranquilidad, pero también con nostalgia. Con satisfacción por haber hecho con todas lo mejor que pudo. Creo que al final le salimos bien las tres y que si él votara, la FCC fue la más facilita de criar.
Ayer fuimos toda la familia a la cena que hubo en el patio del edificio central para festejar los cuarenta años de mi tercera hermana y me dio mucha alegría ver cómo aquellos jóvenes que conocimos se acercaron ahora con cariño a saludar a mi papá. Se tomaban fotos con él, le actualizaban sus vidas. Así quiero que mis alumnos me vean a mí en unos años.
Por eso, la historia de Ciencias de la Comunicación es un poco también parte de mi historia. Ahí aprendí a amar a la Universidad, a entenderla. Ahí aprendí a ser maestra antes siquiera de estar frente a un grupo. Ahí supe que las cosas cambian, que los espacios mutan, que nada es eterno. Ahí aprendí a desprenderme de los estudiantes que van y vienen y a la vez, a entender que uno nunca deja de ser profe.
Hoy la escuela está en manos de una de las alumnas favoritas de mi papá. A ella le tocó darnos la bienvenida, recapitular esos años y saber, como todos, que la escuela seguirá cuando ya todos nos hayamos ido. Felicidades, tercera hermana. En ti quedará recordarnos a todos los que vivimos entre tus paredes.