Mirador

Es una pena que no haya cabras ya en el rancho del Potrero.

Para que las haya debe haber pastores, y ese noble y antiguo menester, a más de literario, ha desaparecido de estas tierras. Los jóvenes se van a la ciudad a buscar trabajo en las fábricas, y los viejos no pueden ya cumplir las tareas del pastoreo, fatigosas y solitarias de por sí.

No hay cabras ya en el rancho, digo, y por lo tanto no hay cabritos. No me lo tomen a mal los animalistas, ni me lo reprochen los vegetarianos y veganos, si recuerdo que disfrutábamos la tierna carne de esos animalitos, ya hecha al pastor, ya al ataúd o preparada en forma que sólo en el Potrero he visto: se envolvía el cabrito en su piel y se cubría con las brasas del fogón. Así se dejaba toda la noche, y amanecía hecha una delicia cuya memoria guardo como una de las mejores galas de gula de estos lares.

Gran comilón he sido siempre, bendito sea el Señor, y me apena entonces que en el Potrero ya no haya pastores, por cuya ausencia ya no hay cabras, por cuya falta no hay cabritos. Desde luego hay excelentes restoranes de cabrito, pero no es lo mismo. Nada es lo mismo ya.

¡Hasta mañana!...