Está de vuelta parafrasear el texto del cuento más corto, contenido en las 7 célebres palabras de Augusto Monterroso. “Y cuando despertó, el prinosaurio seguía allí”. En efecto, luego de las elecciones del domingo en Hidalgo y Coahuila, queda claro que el viejo PRI sigue “vivito y coleteando”. Sin embargo, esta es una manera muy gráfica para describir una realidad mucho más compleja, pero que nos acerca a una verdad insoslayable. Esa verdad, que pesa (aunque los votos se cuentan), es que el PRI sigue siendo un partido estructurado, con un voto duro muy disciplinado y un manejo electoral experimentado que puede hacer la diferencia en escenarios competidos y, sobre todo, con alta abstención en la participación. El espíritu de identidad corporativa de sus “fuerzas vivas” sigue operando como antaño y, esa, es una diferencia importante con respecto de otros partidos, señaladamente con Morena.
En el caso de Morena, precisamente, queda claro que la interminable y descarnada disputa por la dirigencia nacional está cobrando factura. Aunque en el caso de Hidalgo desplaza al PAN como segunda fuerza y pelea las principales ciudades, se esperaba más en su carácter de partido gobernante en el plano federal. Evidentemente, el efecto López Obrador no se manifestó con fuerza puesto que no se trató de una elección concurrente, pero se advierte que no es lo mismo competir a la sombra de AMLO que rascarse con las propias uñas. En el caso de Hidalgo hay que recordar, además, que el grupo que fuera hegemónico en la izquierda, encabezado por el ex-rector de la Universidad Autónoma del Estado de Hidalgo, Gerardo Sosa Castelán, ha sido fuertemente vapuleado en los últimos meses y eso, aunado a los reacomodos nacionales, se refleja en los resultados.
El caso del PAN se muestra como más patético. Tanto en Hidalgo como en Coahuila, sobre todo en esta última entidad, este partido se rezaga y pierde influencia. Pareciera que la oportunidad de consolidarse como el partido que pudiera ser la oposición más fuerte a Morena ha sido desperdiciada en esta coyuntura, porque su institucionalidad ha sufrido una merma importante, que se vuelve constante, en los últimos años. Esto puede ser el preludio de lo que se presente el próximo año, si no regresan a esa mística de luchar cual “brega de eternidad”. Las mieles del poder de que disfrutaron en los sexenios de Fox y Calderón, desdibujaron a una buena parte de sus cuadros medios y dirigentes, al extremo de que aún siguen arrastrando problemas de unidad interna en cada proceso comicial y la salida de Calderón y Margarita, para tratar de formar “México liebre”, ha sido tan sólo la punta de ese iceberg.
Aunque se trató de elecciones muy locales, con fuerte abstención motivada en gran medida por la pandemia del Covid-19, los resultados muestran que las cosas pueden cambiar de un proceso electoral a otro. El dato salvable y encomiable es el de que se han desarrollado en calma, aunque hay denuncias de viejas prácticas “mapacheriles”. La llamada de atención, claramente, es para Morena. Le urge institucionalidad a este partido. El reto de la unidad interna es enorme, habida cuenta que el actual proceso de renovación de la dirigencia nacional se ha polarizado en extremo y el presidente AMLO, como líder moral, se ha resistido a intervenir como factótum que ponga las cosas en su lugar. ¿Por qué? Pareciera que no se ha entendido, en cierta parte de cuadros dirigentes de Morena, que la Cuarta Transformación no es patrimonio de este partido y, tal vez, entendiendo entre líneas lo planteado por el propio AMLO, tampoco del presidente, sino del pueblo de México que sigue confiando en su liderazgo para empujar los cambios. Por eso, mientras en Morena se hace bolas el engrudo a no pocos despistados, el PRI aprovecha el pasmo y se muestra como en el pasado: fungiendo como bisagra donde pueda y “ganón” donde otros hacen agua.