Conservo una lista de cosas que todavía no he hecho en esta vida. Lo bueno es que ayer pude tachar una: a mis cuarenta y seis años, nunca había visto el Super Bowl. La cosa resulta natural dado que nunca he sido particularmente seguidora de ningún deporte y eso que de niña me hayan escogido siempre al último en los equipos de la clase de deportes, tampoco ayudó mucho a formar afición a la actividad. Además, cosa curiosa, nunca nadie nos había invitado a ver el famosísimo partido final de la NFL, y eso que somos fanáticos de las buenas botanas, buena comida, buena bebida y procuramos no ser mala compañía. Por fin alguien se apiadó de nosotros y ahí nos tienen, con toda nuestra ignorancia, comiendo guacamole, totopos y carnes asadas varias, mientras veíamos un muy entretenido partido entre Chiefs e Eagles.
Aunque uno sea muy ignorante sobre el futbol americano, es de conocimiento general que el medio tiempo siempre lleva aparejada la aparición de algún espectáculo que será comentado por décadas. Desde Madonna y Michael Jackson, pasando por Beyonce, Paul McCartney o The Weekend, con sus subidas y bajadas, el medio tiempo siempre trae algo más que futbol. Así, la aparición de Rihanna guardaba altas expectativas: la mujer llevaba más de cinco años sin hacer una presentación musical, aunque su vida empresarial (bastante exitosa, por cierto) y amorosa (bastante tortuosa), no han dejado de aparecer a lo largo de este tiempo. De pronto, en medio del aire, sobre una plataforma estaba ahí la cantante, vestida de rojo imperdible y a su lado, en otras plataformas, bailarines vestidos en monos blancos, volando y bailando. Entonces, en una escena nada improvisada, la mujer se tocó el vientre y todos nos dimos cuenta que esa pancita era la de un embarazo. Y ahí estaba ella, volando, cantando y bailando.
Si, su vestuario no era nada sexi, como nos han acostumbrado. Era una especie de leotardo con pantalones abombados y tenis, cubiertos por una chamarra que luego se convirtió en capota con semejanza a un sleeping de campamento. No, no bailó con la presteza que le conocemos, pero sí con la precisión justa para ser el elemento que acompasaba a por lo menos cien bailarines a su alrededor. Sigue conservando esa magnífica voz y el tipo de estrella que puede gustar o no, pero que no pasa sin ser reconocida. Y más allá de todos eso, Rihanna el domingo fue en símbolo de las mujeres independientes, directoras de sus propias orquestas, atrevidas tanto como para volar (eso sí, bien amarradas) y decir voz en cuello, que estar embarazada no es una limitante para seguir construyendo proyectos.
Quienes hemos estado embarazadas sabemos que no es un estado cómodo, por decir lo menos. En los diálogos honestos sobre maternidad, nos hemos encontrado con el choque entre el romanticismo que envuelve al tema y la no tan dulce realidad que implica un cambio físico nada menor. La maternidad cambia. Una se vuelve más lenta, hay malestares que antes no aparecían ni de chiste; pero más aún: se observa cómo la percepción que los demás guardan de la mujer embarazada cambia y generalmente va en el sentido de disminuir lo que esa mujer es o ha logrado. Pareciera que la maternidad fuese una especie de mancha negra en paño de lino blanco.
Rihanna hizo lo que siempre ha hecho, pero decidió hacerlo embarazada, mostrando que su trabaja previo, su talento, no se ve afectado por tener a otro ser humano dentro de sí. Se cuidará como ya lo hizo: bailando no tan rápido, cuidando no caer. Pero Rihanna, es Rihanna, así como cualquier mujer competente seguirá siendo competente mientras experimenta ese natural proceso biológico que no debe de cancelar aspiraciones, ni restringir nada, si acaso, la fortaleza física.
Elegir ser madre no debe de cancelar ni la vida profesional, ni la familiar, ni la amorosa. Quizá, a lo mucho, si la salud lo pide, postergar ciertos planes o modificarlos. Sin embargo, ahí estará siempre esa mujer de rojo, recordándonos cómo volar.