Hay letras que duelen; palabras que se aferran a las plumas sin querer abandonarlas; textos que se resisten a llegar al final de la página y concluir una historia.
Fue una amistad de casi treinta años, durante los cuales mucha gente que me conoce llegó a escucharme mencionar a mi compadre Paco. No es que en realidad nos uniera ese vínculo, sino que nos compadreábamos por ser la mejor y más coloquial manera que se tiene para distinguir al amigo, muy amigo.
Ocurrente como pocos, de ingenio chispeante y agudo, pocas cosas escapaban a su sentido del humor inteligente e incisivo. Sin embargo, nunca lo vi traspasar límite alguno que pudiera significar molestia o insulto. Conocer esas fronteras es atributo de pocos.
Un amigo es un pariente voluntario; es una especie de “familiar por elección”, tal y como lo señalan algunos estudiosos de la psicología. Los amigos nos acompañan a lo largo de nuestra vida, sin que dependa de tiempo o espacio, como dijera Richard Bach, el escritor de textos como Juan Salvador Gaviota, entre otros.
A cualquiera de mis lectores pregunto: ¿acaso no ha encontrado, luego de muchos años, a ese amigo, muy amigo, con quien ha dejado de tener contacto e, incluso, no ha sabido nada de el en todo ese tiempo? Luego del encuentro, ¿ha tenido la sensación de que pareciera que apenas habían dejado de verse un día antes?
Si así le ha ocurrido, lector, lo felicito: esa persona es su amigo, siempre lo ha sido y siempre lo será. Eso me ocurrió con mi compadre Paco, que anduvo corriendo la vida en Canadá y los Estados Unidos un tiempo, sin dar noticia de sus andanzas hasta que volvimos a contactar, gracias a ese signo de nuestros tiempos que son las redes sociales.
Así mantuvimos comunicación por varios años hasta que, finalmente, en 2019 regresó a tierras potosinas, luego de mucho tiempo de ausencia, tal vez veinte años o más. Cuando volvimos a estrecharnos la mano, pareciera que apenas habíamos dejado de vernos el día anterior. Ese día recorrimos la ciudad para que viera como había cambiado desde su partida y luego fuimos a mí casa, para que saludara a mi esposa y conociera a mis hijos, quienes desde siempre me han oído decir “como dijera mi compadre Paco”.
La salud le había ya jugado malas pasadas desde hace tiempo, dejando algunas secuelas, de esas que llegan para quedarse. Sin embargo, eso nunca fue bastante para desdibujar su carácter y hacerle perder el buen humor. Tengo muy presente que, hace algunos años, a través de un mensaje por messenger, me avisó que iba a ser internado en un hospital en Tampa, Florida, donde había ya asentado su residencia, para someterse a una cirugía. Le llamé por teléfono y desde la habitación de un hospital, en plena convalecencia post operatoria, me dejó escuchar, con voz aja y pausada, con algunos quejidos entremezclados, una extraordinaria, fresca y humorística descripción de su experiencia, trasmitiendo, sin lugar a dudas, su aprecio por la vida y su particular manera de enfrentar las vicisitudes con la mejor cara. Ni en los momentos más difíciles, perdía el desparpajo del buen humor.
El pasado dos de octubre por la mañana recibí la llamada que me informaba que mi compadre había adelantado el camino y dejado su presencia física en este mundo. Apenas hace quince días habíamos intercambiado algunos mensajes que en nada daban señal de ser los últimos.
No tuve oportunidad de despedirme de él, cosa que, en realidad, me alegra, porque a alguien como mi amigo, muy amigo, Paco nunca se le dice adiós.
Las despedidas son esas letras que duelen, esas palabras que se aferran a las plumas, esos textos que se aferran a las páginas, porque no quieren concluir una historia.
Las historias con nuestros amigos, muy amigos, nuestros “compadres”, son de esas que no tienen fin, son eternas, nos acompañan en todo momento, viven con nosotros por siempre. Nunca nos dicen adiós.
@jchessal