El marido llegó a su casa y se sorprendió al ver que su esposa, por lo general indiferente en el renglón del sexo, lo esperaba cubierta sólo por un vaporoso negligé que dejaba a la vista todos sus encantos, y perfumada con aromas orientales voluptuosos e incitantes . Se oía en el estéreo música de violines que tocaban un aire suave de pausados giros. El comedor mostraba una sugestiva y romántica penumbra disipada sólo por la luz de las velas que ardían en un candelabro cuya oscilante luz permitía ver platos con sabrosas viandas, y al lado una botella de champaña en hielo. Vio todo eso el recién llegado y le preguntó con acritud a su mujer: “¿Otra vez chocaste el coche?”... Don Cucoldo le comentó a un amigo: “Mi mujer está en la cama con amigdalitis”. “¡Qué barbaridad! -se consternó el amigo-. ‘¿Ahora con un griego?”... No sé si haya vida inteligente en otros planetas. De lo que estoy seguro es de que en el nuestro no la hay. De otro modo no se explica el cúmulo de estupideces cometidas de continuo por el humano género: las guerras; las hambrunas; los fanatismos religiosos; el consumo de drogas y su tráfico; los crímenes terribles que cada día se ven; la discriminación, y aun persecución en muchos países, contra la mujer y las personas homosexuales, etcétera. También dudo que haya vida inteligente en México. Si la hubiera, López Obrador no sería Presidente, ni tendría el alto índice de popularidad que indican las encuestas. Si AMLO tuviera algo de caletre no habría incurrido en la aberrante decisión de excluir de los festejos de la Independencia a los otros Poderes de la Unión, con lo cual convirtió a ese fasto, perteneciente a todos los mexicanos, en algo de su exclusiva propiedad, postura digna de un autócrata, un dictador o sátrapa. No sé cómo haya dado anoche el Grito, pero mientras escribo estos renglones pienso que no me extrañaría que homenajeara a dos Allendes, uno el nuestro, don Ignacio, y otro el chileno, Salvador. Espero equivocarme, por el respeto que se debe a los héroes que nos dieron patria, cuyo ejemplo nos llama a oponernos a aquéllos que nos la quieren quitar... Tenacio se llamaba, y era un hombre porfiado, terco, obstinado, tozudo, pertinaz y empecinado. El padre Arsilio, cura párroco del pueblo, tenía en su casa un periquito que a Tenacio le gustaba mucho. Le pidió al buen sacerdote que se lo regalara, pero el clérigo, con todo y ser bueno y generoso, se lo negó. “El periquito alegra mi soledad -le dijo-. No tengo más compañía que él. Pídeme una estampita, una medalla o un escapulario, pero no me pidas el periquito, pues por ningún motivo te lo regalaré”. No se dio por vencido el tal Tenacio. Siguió agobiando al cura con su petición. Se iba a confesar con él, y cuando el padre Arsilio comenzaba: “Ave María purísima”, el testarudo tipo, en vez de responder: “Sin pecado original concebida”, le decía: “¿Y el perico, padre?”. Oficiaba la misa el señor cura, y desde el fondo del templo Tenacio le mostraba el dedo índice curvado para figurar el pico del lorito. Tanta fue la insistencia del sujeto que por fin el sacerdote se rindió y le entregó el perico, o sea que el terco se salió con la suya. Pasaron unos días y Loretela, guapa chica, fue llena de zozobra a hablar con don Arsilio. “Fíjese, padre -le confió-, que un hombre me las está pidiendo, con perdón sea dicho, pero yo no se las quiero dar”. Inquirió el párroco: “¿Quién es el hombre que te está haciendo esa inmoral solicitud?”. Respondió Loretela: “Se llama Tenacio”. “Hija mía -suspiró el presbítero-. Date por cogida”. .. (Nota. Y ni siquiera añadió: “Con perdón sea dicho”). FIN.