Si hay algo de lo que es difícil librarse es de los prejuicios. Se necesita mucha autocrítica, reflexión y empatía. Saber que vamos en el mismo barco, grumetes o capitanes, vigías o fontaneros. Y parece haber poco de esa empatía autocrítica. Lo demuestran esta semana las discusiones sobre temas como migración, homosexualidad, clasismo y racismo, y la importancia que le damos q quienes opinan sin saber, sin saber que no saben o que sabiendo que no saben quieren hacernos creer que saben.
Yo a veces no sé qué pensar, pero van estas reflexiones como cada semana a ver si coincidimos, o no. Parafraseando a un clásico, cuando quiero pensar no pienso y a veces pienso sin querer. Y me contradigo, sí, pero es que, como dijo el gringo Whitman, contengo multitudes.
No hay día en que no se haga un escandalito por algo que dijo un conductor de televisión, una cantante, un opinante del color que sea o un político al que se le atribuye la opinión o conducta de su partido. Hasta una adolescente fue noticia y «representa» a otros por haberle hecho un ademán con el dedo al presidente. El programa de televisión del hermano de Facundo, una senadora, un diputado, una actriz extranjera, un gay «reformado»… lo que sea que haga «alguien» para acusar a todos los demás.
El título de esta semana en la columna no va por el lado de la novela de Jane Austen, aunque en ella hay una frase que viene a cuento: «La vanidad y el orgullo son cosas diferentes, aunque muchas veces sean utilizados como sinónimos. Una persona puede ser orgullosa sin ser vana. El orgullo tiene que ver más con nuestra opinión de nosotros, mientras la vanidad con lo que los demás piensen de nosotros…»
El orgullo de ser y pertenecer camina de la mano con los prejuicios sobre el otro, la otra, los otros. Aprendidas, las conductas suelen estar tan interiorizadas que ni cuenta nos damos de que lo que más decimos odiar lo somos o lo tenemos en casa. Primero yo: el ego ante todo, para algunos por muy frágil, para otros porque es tanto que se les escapa por la boca.
Este sábado en varias partes del mundo fue el día del orgullo gay, y las calles de varias ciudades se vistieron de los colores del arcoiris. En San Luis Potosí hubo una marcha una semana antes, en Soledad de Graciano Sánchez, algunos actos públicos y se pintaron de colores varios pasos de cebra en la capital del estado. Se ha hablado de «heterofobia» como tema serio, y no es raro leer que muchos creen en el «racismo inverso». Leí por ahí la opinión de una persona que se indignó por pintar los pasos para peatones en San Luis Potosí porque es «meterse con la ciudad […] y todos tenemos derecho ha [sic] tener una ciudad limpia y libre de idealismos [¡!] por que no mejor hacen colonias de lgtb y ahí pinten y hagan lo que quieran de ellas».
Las clásicas «No soy homofóbico pero…» o «con todo respeto…» o «cómo pueden hablar de racismo (o sexismo o clasismo) si (inserte el nombre de un moreno en situación de poder, una mujer con buen puesto, alguien “que empezó desde abajo”) es un gran…» El color de piel no es algo definitorio, como no lo son por sí mismos el grado de estudios, el lugar de nacimiento, la familia, el apellido, la inteligencia, la ropa, la belleza, la sexualidad, el peso o las amistades. La combinación es lo que hace diferente a cada caso, cada sociedad o municipio; incluso, cada colonia o cada iglesia. No ver las circunstancias que rodean a cada «self made person» es una ceguera común.
Por lo regular no hay que creer en «representantes». Conozco políticos que empezaron como afanadores, despachadores de una tienda, líderes sindicales o asistentes de un comercio y hoy ya ni se acuerdan de aquellos tiempos. Les da un acceso de tos como a Johnny Deep cuando le mencionan Pesadilla en la Calle de Infierno. Los hay, en todos los partidos, fieles a sus amigos y causas (algunos, amigos míos), pero son los menos, y pocas veces acceden a puestos de verdadera toma de decisiones.
También esta semana se fueron de vacaciones los diputados potosinos. «Llevan tarea», les recordaron en las redes los colectivos feministas, pues quedó pendiente el dictamen sobre el aborto seguro.
Uno de ellos, el más mediático por sus estrategias de autopromoción, publicó en Twitter: «la idea de pensar que somos diferentes, solo promueve rezago, violencia y nos divide para ver enemigos donde hay carnales». Como aspiración de este «carnal» suena chido, pero implica reconocimiento de nuestras circunstancias y privilegios.
«¡Ustedes no saben qué hacer con la verdad!», gritaría de nuevo Jack Nicholson en su uniforme de militar.
Como en psicoanálisis, si no hay intención de cambiar no se logra nada. Decir que todos somos iguales queda en la simpleza cuando vemos cómo se aplica la justicia o en quiénes tienen acceso a qué manifestaciones artísticas. Las puras palabras no arreglan nada. Es como decirle a un deprimido: «La vida es bella, no te agüites».
Y ya por último, hablando de cultura, un par de citas:
1. «Si se le equipara con el caballo de Troya, por su aspecto mágico pero también por su oculta carga interior, la cultura oficial debe ser entendida en su contexto: en qué parte de la guerra llega, quién es el (los) guía (s) que los acompaña (n), de qué está hecha y por quién construida. La cultura, como el caballo de Troya, no está hecha por los dioses o por humanos aliados a las musas, sino que lleva una carga de ingenio y es parte de una estrategia, cualquier que ésta sea».
2. Ernst Cassirer: «Las diferentes creaciones de la cultura […] —el lenguaje, el conocimiento científico, el mito-religión, el arte— en toda su diversidad interna, […] vuélvanse impulsos múltiples referidos todos a la misma meta: transformar el mundo pasivo de las meras impresiones en las cuales parecía estar atrapado el espíritu, en un mundo de la expresión espiritual».
Posdata: Este lunes llegaremos a un año de la elección en la que ganó, en su tercer intento, Andrés Manuel López Obrador. Ha habido de todo, y por lo mismo hay que analizar muchos aspectos. Lo comentaremos la siguiente semana, si les parece.
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