Posicionamientos recientes del actual gobierno federal ilustran cómo la política institucional en México está cambiando y no es ya lo que antes sucedía oscura y comúnmente. Algunas muestras de esto son la determinación de transparentar la relación -siempre difícil- del Estado con la prensa, dejando en claro los términos de cualquier acuerdo económico por concepto de publicidad oficial, así como el cuestionamiento a liderazgos desprestigiados de organismos regionales como la Organización de Estados Americanos (OEA). Se ha documentado, ampliamente, cómo en el antiguo régimen político se daba una relación de complicidad en temas como estos que, incluso, comprometían la propia investidura presidencial y, por ejemplo, un libro de Jacinto Rodríguez Munguía (“La otra guerra secreta”, Ed. Debate, México, 2007) desmenuza casos de funcionarios de primer nivel que se congraciaban con personajes ahora icónicos del denominado “cuarto poder”, y cómo en 1974 hasta el entonces presidente Luis Echeverría fue involucrado por un ex-agente de una organización de inteligencia gringa como muy cercano a la misma, mucho antes, incluso, de que sobrevinieran los trágicos acontecimientos de 1968.
“La política ya no es lo que fue”, escribió Norbert Lechner hace algún tiempo para referirse, en general, a un nuevo momento de relación entre el Estado y la sociedad en el mundo contemporáneo, preguntándose sobre el porqué de tal situación en esa interjección de ambos polos de una relación que, de otra manera, por ejemplo, siguiendo la teoría marxista, tendrían que analizarse primero por separado para, posteriormente, dimensionarse en su específica como mutua determinación. La respuesta formulada por este autor a la interrogante de porqué la política ya no era lo de antes, descansaba en la mayor complejidad de la relación Estado-sociedad motivada por la pérdida de la centralidad de la política, por una parte, así como por una mayor pluralidad y diferenciación funcional en la sociedad, por la otra, y que se traducía en una “informalización de la política” que, a su vez, paradójicamente, producía “una fuerte demanda de conducción política al tiempo que dificulta elaborar políticas de Estado que condensen consensos a largo plazo”. (Revista “Nexos”, Diciembre de 1995). El contexto de este planteamiento es la época en la que el neoliberalismo se asumía como triunfante por doquier y México no era la excepción con el gobierno salinista, pero ya se asomaba una crítica a un modelo que pretendía descargar en la pura lógica del mercado el derrotero de toda economía y política.
Pero, “varios doritos después”, como ahora se dice popularmente, esa política de corte neoliberal, que pretendía asumirse en realidad como “no política”, haría crisis en el ámbito de la representación diversa de intereses sociales, precisamente porque, como ya se ha dicho y experimentado bastante, los partidos políticos, como instancias de mediación, terminaron por “ganar elecciones no para realizar sus programas, sino programarse para ganar elecciones” (Anthony Downs, citado por Lechner, op.cit). De allí que otra política sea posible y viable en el horizonte de un nuevo régimen político y, por eso, ahora sucedan acciones inéditas para motivar una cada vez más amplia participación popular que legitime una nueva construcción institucional para, a su vez, gestionar políticas estatales de largo alcance y aliento.