EL CIELO DE LOS MUERTOS 

Hace un par de décadas o más, leí un libro que plantó en mí una semilla de curiosidad. Era Antigua vida mía, de Marcela Serrano. En esa historia, una mujer chilena huye de su vida y se refugia en Guatemala, en la ciudad de Antigua, buscando algo que no tiene nombre pero que puede acercarse a la paz, silencio, reconciliación que en algún momento todos buscamos. La idea de conocer Antigua me acompañó durante ese tiempo, cuando muchas de mis lecturas giraban en torno al romanticismo de las escritoras latinoamericanas. Desde entonces, el deseo de experimentar Guatemala se quedó rondando en mí, casi como una llamada lejana. 

Con el tiempo, al pensar en las celebraciones del Día de Muertos en México —nuestros altares con sus siete niveles, las ofrendas, las fotografías de nuestros padres, hermanos o amigos y ese intento de contacto con quienes amamos y ya no están—, mi atención volvió a dirigirse al sur de nuestro país y centro de la novela de Marcela. Allí, las fechas de celebración de esta fiesta son las mismas: el 1 y 2 de noviembre, pero en el sur las formas cambian y en lugar de altares, el cielo se llena de color. 

En Guatemala, las familias se reúnen en los cementerios para adornar las tumbas de sus seres queridos y, sobre ellas, elevan al viento los “barriletes”, enormes cometas de papel que pueden medir varios metros de diámetro. Se construyen durante meses con papel de seda, bambú y paciencia. Cada color, cada trazo tiene un significado: los mensajes escritos en ellos son cartas, plegarias o agradecimientos para los muertos. 

El espectáculo es sobrecogedor: cientos de círculos de papel multicolor se levantan sobre las tumbas, girando al compás del viento. No hay tristeza en el gesto, sino comunión. Es arte, ritual y esperanza. Una manera distinta —y a la vez idéntica— de mantener vivos los lazos que el tiempo no ha podido cortar.  

El más conocido ocurre en Sumpango y Santiago Sacatepéquez, pueblos del altiplano donde el viento se convierte en mensajero de los muertos, y en donde, el 1 de noviembre los barriletes gigantes se elevan en los cementerios. Allí, el aire vibra con el sonido del viento y los aplausos de quienes miran hacia arriba, enviando sus pensamientos junto con el vuelo de las cometas. 

El sueño puede extenderse y desde allí, vale la pena continuar hacia Chichicastenango, con su mercado de flores y su iglesia de Santo Tomás, donde la fe católica y la espiritualidad maya se entrelazan en una sola ceremonia. Más al oeste, el Lago de Atitlán ofrece un respiro sereno: rodeado de volcanes y aldeas indígenas, su superficie parece un espejo donde se reflejan la historia y la calma. Allí, las flores y el copal llenan el aire, y las oraciones se mezclan con el murmullo de los vendedores y peregrinos. 

Antes de despertar del sueño hay que llegar a la Antigua Guatemala cubierta con calles de piedra, fachadas coloniales, conventos en ruinas y ese ritmo pausado que invita a detener el tiempo. Desde sus miradores se percibe la esencia del viaje: la sensación de estar en un lugar que, más que un destino, es un punto de encuentro entre el pasado y el alma. 

Pero viajar a Guatemala en estas fechas no es solo presenciar una tradición: es comprender que la memoria también celebra, y que a veces, para reencontrar la vida, hay que mirar al cielo y seguir el vuelo de un barrilete. 

Sueño con ese viaje. Imagino salir de México al amanecer, cruzar las montañas rumbo a Antigua y llegar justo a tiempo para ver el cielo cubierto de barriletes. Me gustaría pensar que, como en la novela de Serrano, uno podría encontrar allí refugio: un lugar donde lo antiguo y lo vivo se abrazan, donde el duelo se vuelve celebración, y donde cada cometa que se eleva recuerda que la memoria también sabe volar. Y que lo hace para llegar al Cielo de los Muertos.

Comparte en @martaoca, tu mejor experiencia de estas fechas.