Poder del voto

Las elecciones de 2018 fueron la ocasión crítica de culminar un reiterado cuestionamiento social del sistema neoliberal, para dar paso a una nueva institucionalidad que privilegia la reivindicación de las condiciones de vida digna de los sectores populares más empobrecidos y excluidos. Ese momento crítico, catalizador de la irrupción popular para decidir, mediante el voto, un destino distinto al experimentado desde hace más de tres décadas, ciertamente se apoyó en el liderazgo persistente del actual presidente de México, Andrés Manuel López Obrador. Fue así que un consenso mayoritario de los oprimidos por un sistema anclado en la corrupción, decidió confiar en la larga lucha de resistencia encabezada por AMLO e investirlo de una autoridad ética que, hasta el momento, se mantiene firme en cumplir los principios de: privilegiar la reproducción de la vida y no del capital, de la legitimidad democrática que se apoya en el pueblo como actor político relevante (no populista), así como en la factibilidad de un ejercicio de gobierno que muestra resultados concretos donde antes predominaban promesas y demagogia.

     Esto es lo que, de manera sucinta, se entiende por Cuarta Transformación (4T) y que no pocos despistados aún se preguntan sobre las implicaciones que tiene para el presente y futuro de entidades federativas, municipios y demás regiones del país. No son cambios en automático, por supuesto; por eso, la consolidación de la 4T conlleva el reto de terminar con resabios que la crisis de la tercera transformación (que va de la revolución de 1910 al agotamiento del régimen “prianista” de dominación) dejó en no pocos rincones de una nación que se consideraba como un todo que se podía controlar con el ejercicio de la manipulación mediática, clientelar y hasta represiva de un Estado puesto al servicio de una minoritaria clase político-económica, más no de la comunidad en sus diversas como plurales formas de manifestación. A tal grado fue la descomposición en la recta final de esa tercera transformación (coincidente con la crisis del modelo neoliberal) que, inevitablemente, se agudizaron precondiciones (cúmulo de agravios sociales) y precipitantes del paso a la 4T (indignación por tanto abuso, impunidad y corrupción).

     Así las cosas, a pocos días de la jornada comicial del 6 de junio, reflexionar sobre el poder del voto que tiene el pueblo (considerado como un bloque social heterogéneo en su composición y unido en el propósito de evitar la regresión a tiempos en los que únicamente se le veía como “carne de cañón”) es una suerte de imperativo, no tanto en el sentido kantiano de la moral de un sistema caduco empecinado en dar moras y que aún presiona para regresar por sus fueros, sino del actuar ético de un sistema en construcción que, por definición, descansa en principios que son apreciados por la mayoría social como necesarios para continuar con una transformación estructural que no sea más de lo ya experimentado como el colmo de la degradación. En suma, la continuación como divisa de un tipo de ejercicio gubernamental que no admite más la burla de la población. La elección, pues, es un ejercicio que medirá, mediante el poder del voto popular, el impacto que tendría la 4T en las entidades federativas, regiones y municipios en términos de la oportunidad de consolidar un cambio estable y democrático.  

     En suma, la elección del 6 de junio, como antes en 2018, estará centrada en la evaluación de un actuar ético-político de los distintos personajes y fuerzas partidistas que concurren a ofrecer lo más variado de su repertorio táctico y estratégico para tratar de ganar la confianza social, correspondiendo al pueblo, considerado en los términos apuntados, distinguir las posibilidades de avanzar en la liberación de su antigua condición de subordinación, ante resabios de poderes corruptos que ya no deben hacer de la necesidad virtud.