El ya tristemente famoso episodio de la patrulla 3210, de la policía municipal de la capital potosina, da pie a varias consideraciones. La primera y más obvia es que, desgraciadamente, por culpa de algunos malos servidores públicos queda la percepción generalizada de que todos cojean de la misma pata y no hay distinción entre policías y ladrones. Consecuencia de esto es que la desconfianza ciudadana en las instituciones policíacas se vea incrementada y eso genera una relación de tensión constante que no abonará a un mejor trabajo preventivo y de contención del delito, toda vez que, por ejemplo, la invitación institucional a denunciar indebidas prácticas no tendrá mayor impacto por el temor a las represalias. Si a esto se añade que la relación entre policías pertenecientes a corporaciones distintas no es de coordinación sino hasta de confrontación, la cosa está peor. Y si la relación entre autoridades municipales de la zona metropolitana es de graves diferencias por otro tipo de asuntos que tienen que ver con la administración de otros servicios, pues ya ni para dónde hacerse.
El problema de la policía en el Estado moderno, sugirió alguna vez Federico Campbell, es desde muy complicado hasta francamente irresoluble. ¿Por qué? Porque el diseño institucional prevaleciente es el de la represión y por más que se induzca otro tipo de comportamiento policial las “mañas” quedan, sobre todo en elementos que ya han probado la efectividad de “métodos” de abuso de la fuerza que, irracionales y todo, consideran válidos y efectivos, según su “leal saber y entender”. Nada más gráfico aquí que “las aventuras del cabo Chocorrol y el sargento Mike Goodness”, que nos ha dejado Rafael Barajas “El Fisgón” en revistas como “El chamuco y los hijos del averno”, donde aparecen caricaturescos servidores policiales que, empero, dejan peculiares reflexiones cada que hacen el trabajo sucio. Así, suele decir el cabo Chocorrol: “la gente nos tiene un miedo injustificado, cree que somos crueles, ya es hora que tengan datos que justifiquen ese miedo”. Y, en efecto, sucede que la tortura, por ejemplo, “sigue siendo una práctica endémica y generalizada en México”, de acuerdo con un reciente informe del Comité Contra la Tortura de la ONU (“La Jornada”, 25 de abril de 2019).
“Que la gente tenga datos que justifiquen su miedo”, parece ser la premisa en que descansa el trabajo policial. Y es que después de tener presentes las conductas “gorilescas” de que hacen alarde no pocos policías, obviamente queda la incertidumbre ciudadana sobre el comportamiento que asumirán cuando toque a uno el turno de padecerlo. Tampoco se trata de esperar flores, pero sí de protocolos a seguir para evitar daños innecesarios o mayores. Tampoco se trata de hacer tabla rasa de la generalidad de las corporaciones, sino de recurrir a los procedimientos disciplinarios y de investigación de presuntos ilícitos cometidos por ese tipo de servidores y aplicar, en su caso, las sanciones correspondientes para evitar que la impunidad alimente el círculo vicioso que permite seguir atracando con el uniforme bien puesto y como si nada. Por lo pronto, la autoridad municipal ha ofrecido proceder, sancionar y reforzar los exámenes de confianza para dignificar el servicio policial, esperando que así sea, más pronto que tarde, so pena de seguir soportando el desdén por una seguridad eficaz y evitar hasta prácticas alarmantes como los linchamientos que, hace poco, se tenían como propios de otro lugar.
¿Y los derechos humanos? Pues allí tienen que siguen como una asignatura pendiente en todo este contexto de inseguridad y hasta suelen ponerse en duda o menoscabo cuando se trata de ponerlos en la balanza frente a la protección brindada por el Estado. Desgraciadamente, el mal ejemplo cunde y el desdén de las autoridades de distintos niveles de competencia y jerarquía, con respecto a la defensa y promoción de los derechos humanos en el marco de la seguridad ciudadana, es de consecuencias serias. Los hechos se imponen a los actos, y los buenos deseos de superar la crisis no dejan de ser tenidos como mera demagogia. La entidad potosina ya tiene récord en el incremento de ilícitos graves en lo que va del año, así como de persistentes actos de corrupción que son solapados y/o auspiciados por distintos personeros gubernamentales y de otros poderes estatales. Pero “todo va bien”, dicen; “que no panda el cúnico”, insisten… hasta que se documenta lo contrario, como en el caso de la 3210 que, para no variar, luego apareció en otro video de un hecho diverso, pero la “autoridá” resolvió que los policías “no eran los mismos”, o sea, peor aún porque sugieren que el cáncer sigue su metástasis y no hay ni un “mejoral” para aliviar “el dolor de cabeza que tiene todo el pueblo” (diría el juez Arcadio en “La mala hora”, de García Márquez); y así… ¿mejor apostarle a dejar que se pudra el enfermo?