Por un 10 de mayo sin festivales

Mire usted lectora, lector querido, que la corrección política no es precisamente uno de mis fuertes. De hecho, hace meses hasta escribí una columna que se llamó “Contra la Corrección Política.” Por tanto, me disculpo de antemano si la fuerte declaración que escuchará usted de mis labios o, mejor dicho, que leerá de mi pluma, le ofende en modo alguno; pero usted y yo hemos tenido una relación sin adornos, así, como viene y no pienso comenzar a mentirle ahora. Creo que después de diez años de trato semanal, usted y yo estamos listos para sincerarnos: No me gustan los festivales del día de la madre. Nada. Nadita. Ni tantito. Y, en general, no me gusta el día de la madre. Ni del padre. Ni el catorce de febrero. Pero eso usted ya lo sabía, por lo que lo extraño de esto, sería que yo, que soy una madrecita mexicana, hiciera una excepción y nomás por caer en la categoría festejada, me viera de pronto envuelta en el tul rosa de Denisse de Kalafe.

Antes de que se haga historias del estilo “esta pobre mujer ha de estar padeciendo algún trauma de la infancia”, le aclaro que no. Tengo una excelente relación con mi mamá, a quien adoro, entre otras cosas, porque me enseñó a leer y sé que su color favorito es el verde esmeralda (como sus ojos), que su comida favorita es la lengua bien cocinadita y que batalla mucho para conseguir aretes porque únicamente puede usar de clip. Sí, me regañaba cuando era niña (generalmente con justa razón), jugó conmigo y con mi hermana todo lo que se pudo y nos ayudó a hacer tareas sin azotarse. Así que no, no cargo ningún trauma en ese frente. A lo mejor en otros frentes sí, pero en ese no.

Tampoco me mande así, en juicio sumario, al infierno donde habitan todas las madres desnaturalizadas del estilo mamá Elena de Como Agua para Chocolate o la mamá de Edipo Reprimido de Woody Allen. No. Mis dos padawanes son la pura onda y sin duda, mis personas favoritas en esta tierra. Y mire, desde el momento mismo en que salió de mí ese bebecillo peludo que se convirtió en Padawan Scoutwalker y después, cuando hizo su triunfal aparición Padawan Solo, me di cuenta que a pesar de que disto mucho de ser Susanita de Mafalda, amo ser la madre de ese par de revoltosos. Y, aun así, no me gusta nada, nadito, ni tantito, el día de la madre.

En primera, habiendo honrosas excepciones, por supuesto, pero no va conmigo ese discurso sufrido y abnegado en la que, como si fuera huevo para capear chile relleno, nos ponen a las madres mexicanas: sacrificadas, dolorosas, pujando como Dolores del Río, entregándose a los demonios por los hijos, como Libertad Lamarque. Claro que hay madres así, pero ¿qué tanto ayuda este día a perpetuar un estereotipo que ha ayudado a sobajar a las mujeres mexicanas? Mire usted que yo por mis hijos atravieso el infierno sin dudar, pero de eso a que la definición de ser “buena madre” sea proporcional al grado de dolor que uno pase con sus hijos, me parece espantoso. La maternidad, no lo neguemos, tiene sus asegunes, pero también es una gozada. Dios me libre que mis hijos vayan a recordarme como “mi mamá fue fantástica porque sufrió mucho con nosotros y le hicimos atravesar grandes dolores que superó gracias a unas rosas que le regalamos el diez de mayo”. En su lugar, quiero que me recuerden humana como soy, pegándoles de gritos para que salgan a tiempo y lleguen puntuales a cualquier lugar, pero también leyendo tirados los cuatro juntos en la sala, cocinando por horas como lo hacemos, trepando montañas, acampando, enlodándonos.

En segunda, la onda de los festivales. Creo que nadie es más feliz antes del diez de mayo, que las mercerías, las tiendas de tela, las costureras, las papelerías, las fábricas de foamy y las florerías. ¿Se dieron una vueltita por La Parisina –o equivalentes- en esos días? Las filas eran una chulada. Comparas que les aseguro, a una semana del magno evento, están o en la basura, o en refundidas en algún closet porque, enfrentémoslo, ¿qué tan frecuentemente puede usarse un disfraz de flor o unas mallas verdes que empaten con el traje de avispón? En lejanas épocas en que la mayoría de las madres no trabajaban, entiendo que aquello de ir al festival ha de haber sido una actividad relajada y de disfrute completo. La cosa es que ahora no. Gran parte de las mujeres trabajan. Salir en horario de oficina se vuelve complicado, no porque todos los patrones sean unos seres monstruosos, sino porque hay veces que de plano, las responsabilidades no lo permiten. Aunque sí hay jefes del mal, que dan permiso de salir diez minutos contando ida y vuelta. Así, ni como ver bailar al hijo disfrazado de gato. La semana pasada escuché un montón de historias de madres estresadas porque iban con el tiempo contadito, gente que incluso perdió el sueldo de medio día y que, para colmo, tuvieron que sortearse el baile de otros cuatrocientos chavitos porque su muchachito va en sexto y bailó al mero final. A eso hay que sumar que en muchas escuelas, acabando el festival lo mandaban a uno de regreso con todo y niños de regreso en un día laboral, así que hubo que arreglar que las abuelas, tías, gente contratada, se quedara con los chavillos. Entonces, ¿ya se habrán dado cuenta las escuelas que ya no estamos en la década de los cuarenta?

No, lectora, lector querido, no es que no me conmueva ver a mis hijos haciendo gracias, ni que no esté disfrutando de su infancia. No es que no reconozca el esfuerzo de los maestros que preparan el festival, ni que no vea los aspectos formativos de aprender a pararse frente al público vestido de ¡qué se yo! Tampoco es que reniegue por ser madre, o que no me venga bien ser madre y mexicana. Es que vivir la maternidad no es una experiencia singular ni unívoca donde uno se sienta hasta culpable por confesar que no a todas nos gustan los festivales y que nuestra maternidad no quiere ser ni sufrida, ni abnegada, ni dolorosa.

Yo no se quien lo inventó, pero lo leí por primera vez de mi amiga la miss Sandra, quien es madre de una divertidísima mini-banda y me sumo a su causa: yo sí me pronuncio por un 10 de mayo sin festivales.