“Castigar juzgando”. Ferrajoli
La Suprema Corte de Justicia de la Nación, a meses de concluir su mandato en septiembre para dar paso a un nuevo tribunal cuyos integrantes serán elegidos por voto popular, ha emitido una resolución que, más que un cierre técnico a una controversia constitucional, representa una suerte de acto de contrición institucional.
En la Acción de Inconstitucionalidad 49/2021, bajo la ponencia de la ministra Ana Margarita Ríos Farjat, el Alto Tribunal abordó el debate sobre la prisión preventiva oficiosa, una figura largamente criticada por organismos internacionales, expertos y víctimas del sistema penal, y cuya permanencia ha sido fuente de severas injusticias en México.
Lo relevante no es sólo el fondo jurídico del asunto, sino el contexto: esta misma Corte, durante su gestión, ha sostenido reiteradamente la supremacía de las restricciones constitucionales a los derechos humanos, incluso por encima de tratados internacionales —posición jurídica que en su momento marcó un punto de inflexión en el desarrollo del llamado bloque de convencionalidad.
La decisión de ahora, aunque no declara la inaplicación del artículo 19 constitucional, sí matiza su alcance al proponer una interpretación conforme que modera el automatismo con que esta medida se ha impuesto.
La Corte admite que la prisión preventiva oficiosa, al aplicarse automáticamente a personas acusadas de ciertos delitos, sin análisis individual del caso, ha significado una vulneración desproporcionada a derechos como la presunción de inocencia, la libertad personal y el derecho al proyecto de vida. Más aún, reconoce que su uso generalizado ha desvirtuado su carácter cautelar y la ha transformado, en la práctica, en una pena anticipada. Sin embargo, al mismo tiempo reconoce su imposibilidad jurídica para inaplicar el precepto constitucional reformado en 2024, que incluso impide expresamente su interpretación extensiva o restrictiva.
En este punto es donde el pronunciamiento adquiere una dimensión política: la Corte que se va —la misma que consolidó un discurso de supremacía constitucional restrictiva frente a los derechos humanos— ahora parece buscar reconciliarse con la deuda histórica del sistema penal mexicano. No puede eliminar la figura, pero sí redefine su aplicación: el juez debe “ordenar” la apertura del análisis sobre su procedencia, pero no imponerla automáticamente. Se trata de una lectura que abre espacio para valorar si en cada caso existen condiciones reales que ameriten la medida, como el riesgo de fuga o peligro para la víctima.
Esta interpretación no anula el daño causado por más de una década de aplicación indiscriminada de esta figura, pero sí establece un estándar mínimo de racionalidad judicial en su imposición. En los hechos, se reconoce que la prisión preventiva oficiosa ha sido utilizada como indicador de eficacia institucional y como herramienta de control social, más que como auténtico instrumento de justicia. Su uso ha contribuido a saturar cárceles con personas sin sentencia y, en no pocos casos, inocentes.
Así, esta resolución, aunque limitada por el texto constitucional, deja una señal clara: no puede haber justicia automática. Aunque llega tarde, es un intento de esta Suprema Corte de salir con un acto que, sin renunciar a su pasado doctrinal, busca cerrar el ciclo con una advertencia: México no puede seguir criminalizando sin evaluar, encarcelando sin probar, ni negando justicia en nombre de la ley. El nuevo tribunal que viene —producto del voto popular y cargado de expectativas ciudadanas— deberá decidir si profundiza esta reinterpretación o si la prisión preventiva oficiosa seguirá siendo, como hasta ahora, el reflejo de una justicia punitiva antes que garantista.
Las y los espero con el gusto de siempre el próximo viernes.
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