Protuberancias anómalas

[Spoiler alert: hacer las cosas 

con seriedad no es ser tecnócrata]

Gobernar por políticas públicas se asemeja mucho a la buena prescripción médica –desde ya ofrezco una disculpa a las(os) profesionales de la medicina por esta comparación-; ambas actividades se basan en actos científicos -y éticos- donde el diagnóstico y la claridad sobre el problema a resolver es crucial. 

Ya he advertido en otro momento que gobernar es algo bastante más complejo que ganar elecciones, dar declaraciones y sonreír en los actos protocolarios. Gobernar tiene que ver con decidir y con tener la capacidad de hacer funcionar a un complejo sistema de organizaciones, actores y recursos, teniendo siempre en claro cuál es el propósito o el fin por el que se hacen las cosas. Es por ello que la designación de candidaturas o la elección de gobernantes/representantes son actos a los que se les debería poner sumo cuidado. Pero hoy quisiera centrarme más bien en la seriedad política que se le da a la evaluación como un elemento fundamental para averiguar de qué manera se están cumpliendo los objetivos o propósitos gubernamentales.

La evaluación gubernamental es una actividad técnica en donde se emplean herramientas formales de investigación social a fin de valorar la efectividad de los programas públicos. A diferencia de lo que suele pensarse, evaluar no se trata de establecer juicios binarios de valor donde se ponen etiquetas de que un programa público es bueno o malo, barato o caro, útil o inútil-. Evaluar implica estudiar, valorar y mejorar los programas públicos a través de un meticuloso análisis de sus elementos más relevantes, a saber, el diagnóstico del problema a resolver, el diseño del programa, la forma en que se administra e implementa, sus resultados y sus impactos –o la manera en que logró transformar la realidad-.

Existen diversas formas de realizar buenas evaluaciones. Por regla general, los métodos de evaluación deben diseñarse a la medida del contexto para proporcionar información útil a quienes toman las decisiones políticas a fin de mejorar el desempeño gubernamental. Desde hace varios años -yo diría que desde que nos dimos cuenta que no había dinero público para derrocharlo de manera obcecada en programas públicos que aparentemente no funcionan- en México se ha promovido el desarrollo de evaluaciones mixtas que se practican con la participación de agentes gubernamentales –internos- y organizaciones especializadas –preferentemente autónomas- que permitan conducir este proceso de investigación y aprendizaje con la seriedad requerida.

Sobre el asunto del ahora extinto Instituto Nacional de Evaluación de la Educación (INEE) o del fustigado Consejo Nacional de Evaluación de la Política de Desarrollo Social (CONEVAL), me sorprendió leer la postura de un joven opinador en medios nacionales –se llama Gibrán Ramírez, por si a alguien interesa googlearle- quien considera que los organismos autónomos son “extrañas protuberancias del Estado mexicano”. Intento entender que su argumento central es que México es un país que no cree en su política y que hay retrógradas enemigos del reformismo de avanzada, que normalizan la existencia de organismos autónomos que no son necesarios. De nuevo, esa parece ser su postura.

No me interesa refutar a ese autor, sino poner a consideración de Usted alguna confusión que existe sobre debatir políticamente la pertinencia de contar con organismos que desarrollan funciones especializadas de manera autónoma. México no es el primero ni el único país que ha creado organismos públicos para cumplir con funciones específicas que en otros países y en otros contextos, son desarrolladas e implementadas desde la administración central de un gobierno. ¿Recuerda que hemos hablado ya sobre el origen histórico de nuestras instituciones? ¿Por qué cree usted que el Banco de México, las autoridades electorales y los organismos especializados en evaluación de políticas sectoriales deben ser autónomos en un país como el nuestro? La respuesta se encuentra mirando a la historia que hemos recorrido juntos.

Lo anterior no implica que no se pueda cambiar a una manera distinta de hacer las cosas. Lo que me preocupa es la falta de seriedad con la que son asimiladas estas funciones con respecto a los fines públicos que se pretenden obtener. Hablando concretamente del multimillonario gasto en educación o en desarrollo social –políticas de bienestar o de combate a la pobreza, porque no son lo mismo-, la necesidad de contar con evaluaciones rigurosas, precisas y objetivas sobre el diseño, administración, ejecución, resultados e impactos de lo que se está haciendo con el dinero público no es una exuberancia anómala, sino un imperativo elemental. No vaya a ser que se destine mucho dinero en cosas que no funcionan bien, y peor aún, que ni nos enteremos de ello.

Hay que ponerle seriedad y ética al asunto, y método científico al gobierno. Dudo mucho que un paciente se sienta tranquilo de poner su salud en manos de una persona que prescribe al tanteo.

Twitter. @marcoivanvargas