Hace unos días, en una conversación con mujeres excepcionales, surgió un tema que parecía obvio, pero que rara vez se detona con la profundidad que merece: el cambio. Todas coincidíamos en algo esencial: la vida está hecha de cambios. Cambia el cuerpo, cambia el trabajo, cambian los hijos, cambia el país, cambia el amor. Cambian las rutinas, cambian las creencias… y también cambiamos nosotros. Pero ¿qué tan conscientes somos de esos cambios? ¿Nos hemos preparado alguna vez para vivirlos? ¿Para transitarlos con atención, con dignidad, con humanidad?
Todos repetimos que “el cambio es lo único constante”, como lo afirmó Heráclito de Éfeso hace más de 2,500 años. Sin embargo, la constancia del cambio no significa que estemos listos para él. A lo largo de mi carrera como profesora e investigadora del comportamiento humano, he sido testigo de cómo las personas atraviesan transiciones vitales —mudanzas, rupturas, maternidades, pérdidas, jubilaciones— sin herramientas emocionales ni marcos internos de contención. Cambiamos, sí, pero muchas veces lo hacemos por inercia, arrastrados por las circunstancias, sin detenernos a reflexionar si ese cambio realmente responde a nuestra voluntad o si simplemente estamos reaccionando a presiones externas.
El cambio ocurre. Pero en muchas ocasiones lo vivimos como una respuesta automática. Nos mimetizamos con el entorno para encajar, para sobrevivir, para no desentonar. Como ciertos animales que se camuflan para protegerse, también nosotros adoptamos formas que nos permiten pertenecer… a veces tanto, que dejamos de reconocernos.
La psicología social ha documentado que más del 70% de las personas ajusta sus juicios y comportamientos para alinearse con el grupo, incluso si eso implica traicionarse a sí mismas. Esa necesidad humana de pertenencia, tan profunda y tan legítima, puede llevarnos a adoptar modelos ajenos como si fueran propios. En ese proceso, se diluye nuestra autenticidad. ¿Dónde queda la originalidad? ¿El propósito? Cambiar, entonces, no siempre es evolucionar. A veces, es solo una forma silenciosa de sobrevivir.
Pero también existe otro tipo de cambio: el que nace del propósito. Ese que emerge desde adentro, como un acto consciente de redefinición. Cambiar no es solo moverse. Es comprender, elegir, resignificar. No se trata de adaptarse para agradar, sino de transformarse para crecer. Como afirmaba Viktor Frankl, el ser humano está llamado a encontrar sentido incluso en las circunstancias más inciertas, y es precisamente en esa búsqueda donde reside su capacidad de transformación auténtica.
En tiempos donde todo parece urgirnos a cambiar, en una cultura que premia la rapidez, la productividad y la apariencia, detenernos a preguntarnos quiénes somos y hacia dónde vamos puede ser un acto profundamente radical y donde lo más valiente quizá sea hacer una pausa. Escuchar nuestras emociones, honrar nuestras pérdidas, abrazar nuestras contradicciones. Preguntarnos con honestidad: ¿estoy cambiando por convicción o por presión? ¿Estoy siguiendo un camino que elegí o simplemente estoy obedeciendo las expectativas de otros?
No se trata solo de adaptarnos, sino de elegir. No de parecernos a todos, sino de reconectarnos con lo que nos hace únicos. Cambiar por pertenecer es fácil; transformarse por autenticidad es un acto de coraje.
Cambiar es inevitable, pero transformarnos verdaderamente, con conciencia, con sentido, con identidad y con honestidad, eso… eso sí es una decisión.
Dra. Ivone Juárez Barco Profesora del Tecnológico de Monterrey, con más de 20 años de experiencia, es Maestra en Administración con especialidad en Estrategia Empresarial y doctoranda por Case Western Reserve University. Ha liderado áreas clave en el Tec como directora de Escuela, programas académicos y operaciones. Cuenta con certificaciones internacionales (Babson, Brighton, DeBono) y ha desarrollado proyectos de alto impacto en innovación, liderazgo y transformación organizacional. Su investigación se enfoca en liderazgo inspirador, inteligencia emocional y cultura organizacional.