Remar o llegar

Decía Jorge Ibargüengoitia que en México hay quienes confunden lo grandote con lo grandioso. Esta forma de entender lo que hacen los gobiernos -o las personas- ha hecho algún daño a la manera en que como sociedad nos construimos una idea de lo que es importante, bueno o necesario.

En poco ayuda también la construcción de esa narrativa gubernamental que desde hace décadas se enorgullece del dispendio. Como si se tratara de un motivo de orgullo, el soliloquio se llena de oraciones vacías y de cifras impronunciables. Se parte de la idea de que si algo es grande y caro, debe ser bueno para todos.

Y en el nombre de eso. De vender una idea de que el éxito de un gobierno se mide por la cantidad de lo que gasta o las dimensiones de lo que construye, se pierde de vista el valor de lo que se logra. Déjeme insistir un poco en estas diferencias. Así como no es lo mismo hacer que lograr, tampoco lo es el costo y el valor de las cosas.

Desde hace unas décadas la discusión académica orientó alguna transformación de los paradigmas del desempeño de las instituciones públicas al establecer otros parámetros para observar y distinguir lo que se hace de lo que se logra. Lo que cuesta y el valor que tiene o produce. La mala noticia de esto es que estos aportes -que se lograron traducir en metodologías de diagnóstico, planeación, programación, presupuestación, supervisión, control, evaluación y rendición de cuentas- han sido relegados o eliminados por dos razones absurdas: la primera tiene que ver con esta tendencia -de pereza argumentativa, en mi opinión- que se tiene de afirmar que estos patrones de trabajo de las dependencias públicas obedecían a imposiciones ideológicas del neoliberalismo cuya tijera eficientista alejó al gobierno de su ciudadanía; la segunda razón es más absurda: hay quienes consideran que implementar todas estas herramientas de gestión representa un esfuerzo inútil. 

Puedo entender que en el discurso proselitista -o incluso en la propaganda gubernamental- no resulte tan atractivo o taquillero hablar sobre cómo un gobierno tomó decisiones que se orientaron a gastar menos, o a gastar mejor. Lo que me resulta inconcebible es que, con el paso de los años, se han revertido algunos avances que se tenían en el desarrollo de herramientas de gestión. Esas que permiten mejorar la eficacia y la eficiencia en el manejo de los recursos públicos. Esas que permiten desarrollar diagnósticos certeros que identifican problemas desde sus causas, que dimensionan sus efectos y que permiten entender lo que un gobierno debe hacer para transformar una situación problemática e indeseable. Esas que permiten realizar asignaciones certeras de recursos que se presupuestan en la medida en que puede justificarse cada peso y centavo en su asignación. Esas que permiten controlar y supervisar la forma en que se ejercen los recursos públicos y la manera en que estos se transforman en algo concreto o logran modificar una situación indeseable. Esas que permiten medir los resultados y distinguirlos del impacto real sobre la población beneficiada. Esas que limitan el poder de la discrecionalidad, de la improvisación y de las ocurrencias. 

Les es más difícil trabajar así. Porque se requiere de un mayor esfuerzo técnico y racional para hacer lo que se hace. Cada vez que como sociedad confundimos lo grandote con lo grandioso, perdemos la oportunidad de exigir que un mejor gobierno no se trata de estridencias, pompa y circunstancia, sino de transformar la realidad con los recursos disponibles.

No es lo mismo remar que llegar a algún lado. Hay quienes se enorgullecen de presumir lo primero, pero no tienen la menor idea de que en esencia, el éxito radica en lo segundo. Toman decisiones pensando en lo grandote, pero desconocen cómo se logra lo grandioso.

Twitter. @marcoivanvargas