“Duermo muy bien” -dice este amigo mío. Y añade: “No es que tenga la conciencia tranquila; lo que pasa es que me hago pendejo”. La conciencia es esa vocecita que te dice que no hagas eso, porque te están viendo. Yo cargo varios remordimientos de conciencia, aunque usualmente están fuera de servicio. Uno de ellos se me presenta siempre cuando salgo de la casa del Potrero. Frente a ella hay un enorme pino. Debe medir más de 10 metros de alto. Cuando lo planté era tan pequeño que lo llevé al rancho, envuelto en papel periódico húmedo, sobre el tablero de mi camioneta. Creció el pinito hasta alcanzar la estatura de un hombre, que no es mucha estatura, sea quien sea el hombre. Y sucedió que un toro de Juan Gáuna -así se pronuncia allá el apellido Gaona- se metió a nuestro predio y mordiscó el arbolito hasta dejarlo a la mitad de su altura. “Demande a Juan” -me dijo don Abundio. No quería yo hacerlo, pues detesto los pleitos de vecinos, pero el viejo insistió: si no lo demandaba volvería a suceder lo mismo. Presenté la demanda, pues, y el pedáneo -tal es el nombre del juez del rancho por lo corto de su jurisdicción, que mide apenas figuradamente lo que un pie- le cobró a Juan una multa de 300 pesos, exorbitante si se considera que en aquel tiempo se pagaba a 15 pesos la jornada de trabajo. Me fue entregada la mitad de aquella suma como reparación del daño, y el juzgador se reservó la otra mitad por concepto de costas del proceso. Resultó que la mordedura del toro fue como poda para el arbolito. Se soltó creciendo; casi podíamos ver cómo se iba estirando día a día. Ahora tiene la altura de la iglesia del rancho, y muestra en el tronco la cicatriz de la mordida. A mí eso me remuerde la conciencia: obtuve lucro de algo que a fin de cuentas me benefició. A lo que voy es a decir que yo sé de plantar árboles. Varios miles de pinos y árboles frutales -manzanos, ciruelos, nogales, durazneros, perales, a más de granados y membrillos, nopales y magueyes- he plantado a lo largo de los años con ayuda de mis hijos y de las buenas gentes del Potrero. Siento una íntima satisfacción cuando el jet en que viajo de Monterrey a León o a Guadalajara pasa justo por encima del rancho, y miro abajo la mancha de verdor que tiene. No puedo resistir la insana tentación de pensar: “Yo la pinté”. Así, me pareció desmesurada la cantidad de árboles que, dijo Claudia Sheinbaum en Río de Janeiro, se han plantado como parte del programa Sembrando Vida, el cual, en puridad de términos, debería llamarse más bien Sembrando Votos. Para mentir y para comer pescado hay que tener cuidado. No debe haber faltado entre los oyentes de nuestra Presidenta alguno que advirtió lo desorbitado de su afirmación, y frunció el entrecejo, y alguna otra parte más oculta, ante lo monumental de la mentira. A nosotros eso ya no nos extraña: mentir es una de las especialidades de la 4T, junto con la de ocultar la verdad o deformarla. Los datos sobre el costo real del Tren Maya, del AIFA o de Dos Bocas se nos ocultan “por razones de seguridad nacional”, háganme ustedes el refabrón cavor. El problema con la verdad es que siempre acaba por aparecer, generalmente desnuda. La demagogia es más mentirosa que lápida de cementerio, lugar donde no hay nadie que haya sido malo. Ojalá que en sus próximas participaciones internacionales la doctora Sheinbaum mida mejor sus palabras y deje las mentiras para el consumo interno... El padre de familia tuvo una conversación muy seria con su hijo adolescente. Le dijo: “Es cierto, Onanito: lo que hiciste anoche es algo propio de tu edad. Pero no se hace delante de las visitas”... FIN.