Suspiro

He tenido que ir al banco. Nada más al cajero. He pospuesto los movimientos que regularmente hago en ventanilla. No son apremiantes. Olvidé que están cerradas sucursales y que las filas de espera son largas. Pasé por la sucursal donde usualmente voy y la cola ya está dando vuelta a la cuadra. Ni modo. Recuerdo una que quizá tenga menos clientes. Voy y está igual. Con resignación tomo mi cubreboca y me enfilo al último lugar. Debe haber unas quince personas delante de mí. A los pocos minutos ya hay otras tres detrás. Todos nos vemos con recelo. Todos llevamos cubrebocas y olemos a hospital. Un hombre armado con uniforme de una empresa de seguridad nos informa que están poniendo efectivo en todos los cajeros. Tendremos que esperar.

Un señor, más joven que viejo, llega con un niño pequeño en mano. Ninguno de los dos trae cubrebocas. Se forma atrás de una señora que quedó hasta el final y habla por teléfono mientras el niño, que ha de tener unos tres años, hace giros a su alrededor. El niño y su canto rompen el ambiente lúgubre. No puedo dejar de verlo. Hace saltos estirando las manos, como para tocar el cielo y cuando cae, toca el suelo para volver a tomar impulso desde abajo. Pienso en sus manos, llenas de mugre visible y bichos invisibles. Quizá son los virus de siempre, pero ahora ronda uno nuevo, mucho más peligro. El adulto que lo acompaña, por alguna razón, me da la impresión de que no es su papá. Quizá un tío joven. El chico le jala el pantalón y él saca de una mochila un vaso entrenador con leche. Sigue hablando mientras el niño toma el vasito de tapa verde y se toma la leche, que en manos poco experimentadas, se chorrea del lado derecho del labio del niño. Éste siente el líquido escurriendo y con la mano se limpia la cara para secarse luego en la playera. El resultado es una raya de mugre cruzando el cachete del niño hasta llegar a la barbilla. Yo casi puedo ver las miles de bacterias y virus plantando una bandera en la cara del chico para indicar que han tomado posesión del territorio. En general, no me preocupa la mugre. De niña mi papá nos llevaba a hacer recorridos a puestos de comida con dudosa reputación sanitaria y mírenme: el resultado es que ahora tengo panza de músico con amplia resistencia a los males de la tragazón y un gusto patente por las garnachas. Usualmente creo que un poco de mugre  no  hace mal a nadie y por el contrario, fortalecen el sistema inmunológico y nos recuerdan que la vida no es aséptica. Pero ahora, veo al chico y temo por él. Camina y por un despiste, se agarra del pantalón de la señora de adelante. Fueran otros tiempos, estoy segura que a la mujer le daría ternura tener al chiquillo prendado. Ahora, sus ojos reflejan miedo. No lo quiere tocar  para separarlo y nada más voltea con el adulto y le dice: -Señor…- El tío (vamos a decirle así), sin soltar el teléfono, jala al niño del brazo y lo separa. La señora de reojo ve que su pantalón lila tiene una mancha. No es eso lo que le importa, sino que seguramente ve a miles de coronavirus escalando su pantalón. Discretamente toma de su bolso una botellita y se rocía líquido en la mancha. El olor a alcohol de farmacia nos inunda. 

Una empleada del banco me saca de la contemplación. Nos pregunta a todos que quién va a cajero y quien a ventanilla. El tío va a ventanilla, se ha equivocado de fila. La señorita del banco le indica que es obligatorio el uso de cubrebocas  para tener acceso a la sucursal. El tío se molesta -¡Esas son puras chingaderas. El virus ese ni existe!- Discute con la pobre chica, que algo intimidada repite como disco rayado que no va a poder entrar sin cubrebocas. Él se acalora y un compañero de la chava se acerca para apoyarla. Al tío no le queda más remedio que cargar al chiquito e irse, no sin antes decirnos -¡Bola de pendejos!-. Así, no vamos a acabar nunca. Suspiro.