El Diccionario de la Lengua Española de la Real Academia asigna a la palabra “temor” el significado de ser una pasión del ánimo, que hace huir o rehusar aquello que se considera dañoso, arriesgado o peligroso.
Esta compleja y arraigada emoción humana ha acompañante constante de la humanidad a lo largo de su historia. Desde los días en que nuestros antepasados luchaban por sobrevivir en un mundo lleno de peligros naturales hasta los desafíos modernos que enfrentamos en la sociedad contemporánea, el temor ha desempeñado un papel central en nuestras vidas.
En su magnífico ensayo El Horror Sobrenatural en la Literatura, Howard Phillips Lovecraft dice en la introducción: “El miedo es una de las emociones más antiguas y poderosas de la humanidad, y el miedo más antiguo y poderoso es el temor a lo desconocido.”
Así, desde pequeños experimentamos este sentimiento ante lo que no nos resulta familiar, desde rostros desconocidos hasta lugares o estancias no habituales. Conforme crecemos, nuestros temores aumentan: a la obscuridad, a los ruidos extraños, a las personas que no nos resultan acordes a nuestra percepción social, amen de un largo etcétera.
Además de las respuestas fisiológicas de nuestro cuerpo ante el miedo, también se manifiestan comportamientos que, esencialmente, podemos reducir a tres actitudes: huir, quedarse inmóvil o atacar.
El perder la movilidad a causa del temor se genera, básicamente, por la conjunción de sustancias que empiezan a circular en nuestro organismo de manera que se enfoca tanto en el peligro inminente que colapsa la posibilidad de reacción motora por el entrecruzamiento de estímulos e inhibidores corporales, con la intención de nuestro cerebro de minimizar lo más posible la consecuencia de aquello que nos infunde miedo, en tanto se toman decisiones.
Las otras dos reacciones, el huir y el atacar, representan las dos formas más características en las que, pasada la evaluación de nuestra mente sobre el riesgo, se actúa, ya sea tomando distancia del peligro o bien enfrentándolo para acabar con él.
Sea cual fuere la reacción, en los tres casos se tiene como común denominador la vulnerabilidad que se percibe como consecuencia de ese algo que “…se considera dañoso, arriesgado o peligroso.”
Por tanto, al sentir esa sensación de disminución de nuestra autopercepción personal que nos da el temor, sentimos aversión hacia aquello que nos lo provoca, pues a nadie le gusta saberse vulnerable.
El propio Diccionario al que nos hemos referido define el “odio” como la antipatía o aversión hacia algo o hacia alguien. Odiamos sentir miedo.
Tal vez por eso Shakespeare fue suficientemente explícito en su obra Antonio y Cleopatra, cuando pone en boca de Carmia, una de las damas de la reina, dirigiéndose a Cleopatra: “Con el tiempo, lo que se teme suele odiarse.”
Así, sin temor a equivocarme, puedo afirmar que López, en ese odio que demuestra hacía periodistas, disidentes de su doctrina, padres que protestan por sus políticas de salud con los niños con cáncer, víctimas de la inseguridad y más, solo esconde temor.
“Una acción es la perfección y la publicación del pensamiento”, dijo Emerson, y tiene razón. Nuestras acciones son la forma en que llevamos a cabo nuestras ideas y pensamientos en el mundo real, convirtiéndolos en algo visible y concreto para los demás. En otras palabras, mediante nuestros actos revelamos quiénes somos y cómo aplicamos nuestras creencias y pensamientos en la vida cotidiana.
Contar chistes ante la tragedia y luego no pedir una disculpa, vociferar en contra de quienes se expresan en contravención a su mirada del mundo, amenazar y atacar a quienes le parecen opositores son las formas de expresar sus miedos, a través de conductas que aparentan odio pero que esconden el sudor frío y el temblor de piernas que seguramente le acompañan a lo largo de sus días.
Quizá me equivoco y lo de López solamente es odio puro y simple pero, dándole un voto de confianza, tal vez solo sea un cobarde.