Tensión e incertidumbre

La relación entre Venezuela y Estados Unidos se encuentra en un punto de tensión histórico que va más allá los bravucones discursos políticos diarios de ambos lados y pone a la región entera ante un escenario de riesgo estratégico, humanitario y geopolítico. Las acciones recientes de Washington, que van desde sanciones económicas hasta bloqueo naval, así como la respuesta de Caracas, que reta, pide paz y vuelve a retar abiertamente a la Casa Blanca, indican que estamos frente a una foco muy rojo.

En las últimas semanas, Estados Unidos ha impuesto nuevas sanciones dirigidas no solo a funcionarios del régimen venezolano, sino también a familiares y allegados del presidente Nicolás Maduro, como parte de una estrategia que busca ahogar financieramente al gobierno, calificado como “narco-estado”. A esto medidas se suma el establecimiento de una bloqueo total y completo a los tanqueros petroleros sancionados que entran o salen de Venezuela, decisión que ha generado inquietud en los mercados energéticos globales.

El despliegue de fuerzas navales en el Caribe, supuestamente en función de la guerra al narcotráfico, ha convertido al espacio marítimo alrededor de Venezuela en un teatro de operaciones bélico en ciernes, con ataques selectivos contra embarcaciones menores pero con víctimas reales y la retención de activos petroleros venezolanos en alta mar. 

Aunque desde Washington se insiste en que no se busca una guerra abierta, sino la interrupción de actividades ilícitas y el debilitamiento de un régimen que consideran autoritario, el riesgo de escalada involuntaria crece cuanto más se normalizan acciones de fuerza en aguas y espacios cercanos a Venezuela.

Desde Caracas no se cantan mal las rancheras, a menos que las cante Nicolás Maduro. El gobierno venezolano ha denunciado, con su habitual retórica, una ofensiva de carácter imperialista, buscando movilizar recursos políticos y militares para desafiar las acciones de Washington. La marina de Venezuela ha escoltado buques petroleros que salen de ese país pese al bloqueo, y el discurso oficial califica cada intervención estadounidense como una violación al derecho internacional y una amenaza directa a la soberanía nacional. 

La historia reciente nos enseña que los escenarios de confrontación prolongada entre países y gobiernos adversarios rara vez se resuelven sin víctimas o sin sacudidas profundas para terceros, como puede ser América Latina y el Caribe. Lo que hace seis meses podía haber sido discutido en términos de sanciones económicas y desacuerdos diplomáticos, hoy se parece más a una prueba de resistencia estratégica, en la que todos pierden.

México no puede mirar esta situación como un espectador distante, lo que por cierto no puede y como que tampoco quiere. La cercanía geográfica y económica con Estados Unidos y la tendencia ideológica del oficialismo marcadamente a favor de la dictadura venezolana de Maduro y secuaces, colocan a nuestro país en una posición incómoda, pues cualquier desenlace que incluya violencia regional, migración forzada o alteración del mercado energético golpeará directamente nuestras fronteras, nuestros precios y nuestras relaciones diplomáticas. Apostarle al silencio o a la ambigüedad no es neutralidad, es negligencia.

Lo que está pasando en Venezuela pone en evidencia la fragilidad de los organismos multilaterales para desactivar tensiones de esta magnitud. Ni la OEA ni la ONU han conseguido articular una narrativa eficaz de mediación, y mucho menos una mesa de diálogo con capacidad real para lograr un buen resultado. Un aspecto colateral del conflicto será muy probablemente redefinir en buena medida muchos temas del derecho internacional.

Las próximas semanas serán clave, no por lo que digan los voceros de las partes contendientes, sino por lo que estén dispuestos a hacer (o a no hacer) los gobiernos de la región, vecinos cercanos o no tanto, porque cuando el Caribe arde, el humo llega hasta el altiplano. 

X: @jchessal