Todo en un empaque

Si los Juegos Olímpicos están diciendo algo sobre la humanidad, es que necesitamos urgentemente ir a recostarnos al diván de algún psicólogo. Pareciera que con la gesta,  encontramos una ventana para desfogar nuestros odios más profundos. Es como si llevásemos años absorbiendo resentimientos en una esponja y las competencias nos han dado la oportunidad de exprimir la  inquina para regarla por donde quiera. Nosotros, que perdemos el aliento subiendo más de diez escalones, nos sentimos con el sublime derecho de juzgar a quien no llega al podio. Peor aún, nosotros, que nos llevamos año y medio viviendo pérdidas de seres queridos, pasando angustias económicas, sufriendo desvelos, ansiedad y estrés por la pandemia, hemos decidido olvidar la empatía y, en lugar de ella, desfogar nuestras frustraciones en Instagram y Twitter, para crucificar a los atletas de Tokio. 

Hay tres casos que me han llamado especialmente la atención. El primer es nuestra compatriota, Alexa Moreno, que lleva toda una Olimpiada (es decir, el período entre Juegos Olímpicos y Juegos Olímpicos) escuchando críticas sobre su cuerpo, que rompe el estereotipo de la gimnasta espigada a que estamos acostumbrados. Ella no difiere mucho de la complexión de muchas de nosotras, bajitas y redonditas. Sin embargo, ya quisiera yo el cuerpo firme de Alexa, con sus muslos duros como hierro, su abdomen plano y sus brazos torneadísimos. Además de que ya quisiéramos su empeño, disciplina y carácter. Pareciera que le resbala lo que los otros digan de ella. Ha logrado un cuarto lugar, lo más cerca que ninguna mexicana ha estado del podio en gimnasia.  Pero pareciera que no importara: “La gorda aquella no logró nada”, leí en un Twitt. 

Está también el caso de Simone Biles, que  decidió abandonar parte de la cuesta olímpica al sentir que la presión la ahogaba hasta el cuello. No mintió aduciendo una falsa lesión en el tobillo o la espalda, sino que abiertamente declaró que su salud mental estaba a punto de reventar. No es que no haya ocurrido nunca, seguramente más de un atleta se ha sentido con el peso del mundo sobre sus hombros, sin embargo, Biles ha sido la primera en admitirlo públicamente.  Y a partir de ahí no faltó aquél que llevaba meses  buscando pretexto para exprimir odio y calificarla de débil y dramática. Incluso el tenista olímpico Novak Djokovic,  afirmó que “La presión es un privilegio”, para después, al perder su propio partido, exhibir furia y lanzar con ira su raqueta. Djokovic debe replantearse su concepto de “privilegio”. 

Finalmente, está el caso de Tom Daley, clavadista laureado de Gran Bretaña, a quien le captaron tejiendo a gacho entre competencia y competencia. A él sí muchos lo alabaron por encontrar la manera de desfogar la presión, pero muchos otros se le fueron encima, a estas alturas de la vida, por tener un pasatiempo “de vieja”. Daley, que es abiertamente gay, en respuesta, ha abierto otra cuenta en redes sociales para documentar los avances de su tejido y de su carrera, marcando postura firme en pro de la diversidad y en contra de la estigmatización por razones de género. 

Lo cierto es que Tokio nos ha dicho mucho de lo que somos y de lo que esperamos. Por un lado, nos ha recordado en la inauguración que nuestra vida no corre separada al resto de la humanidad. El virus nos enseñó que las fronteras son ficticias. Somos  una sola raza igual de débil que cualquier otra persona, pero tan fuerte como la colectividad decida. Y ahí sigue la otra cara del espejo, la que necesita con urgencia tratamiento psiquiátrico, porque ya se ha saturado de odio. Ni hablar, esos somos. Lo mejor y lo peor en una sola raza.