Tragedia marinera1

Noche nupcial. Ya en el tálamo los desposados el novio le hizo una pregunta impertinente a la recién casada: “¿Cuántos hombres ha habido en tu vida?”. No respondió la chica. Tras un largo silencio el galán se impacientó: “Sigo esperando”. Le dijo ella: “Y yo sigo contando”. (Mentecato preguntón. No conoce el sabio proverbio popular que dice. “Lo que no fue en tu año no fue en tu daño”)... La pareja de esposos buscó la ayuda de un consejero matrimonial. La idea fue de la señora. Ante el terapeuta el marido se quejó de su mujer: “El médico me indicó que sólo puedo hacer el amor una vez al mes, y esta egoísta quiere que sea con ella”... Escribió Victor Hugo: “El arte es la región de los iguales, y la obra maestra es igual a la obra maestra”. Habrá que repensar ese pensamiento. Días y días me he pasado en el Museo del Louvre y en el del Prado. Aunque el primero es más famoso yo prefiero al otro, porque ahí está el mejor cuadro que se ha hecho en la historia de la pintura: el conocido como “Las Meninas”. En él Velázquez pintó el aire. A otro cuadro quiero referirme ahora, que casi siempre pasa inadvertido. También es de pintor español: Joaquín Sorolla. Lo hizo a finales del antepasado siglo, cuando el naturalismo en la literatura, el verismo en la ópera y el realismo en la pintura habían desterrado del arte las gestas heroicas y los lujos cortesanos para hacer que el artista volviera los ojos a la realidad, hacia la gente común, que es quien la hace. El cuadro de Sorolla tiene un título que se diría prosaico: “¡Y aún dicen que el pescado es caro!”. Representa a dos viejos pescadores que bajo la cubierta de una barca atienden a uno muy joven, casi niño, que acaba de sufrir un accidente del cual le resultó una herida grave. El más añoso de los hombres trata de contener la sangre que de la herida mana, mientras el otro sostiene al muchacho en modo que, señaló algún crítico,  “parece una Piedad laica”. La luz que ilumina la escena -así como Velázquez pintó el aire Sorolla fue el pintor de la luz- entra por un claro en el techo, y el artista nos indica que la barca está en movimiento al poner inclinado un candil que cuelga sobre el grupo, y agitada el agua de un recipiente en el piso. Este cuadro me conmueve, y lo busco cada vez que voy al Prado, pues describe los peligros de la vida en el mar. (“La mar”, dicen los poetas y los marinos, que ven en la inmensidad y profundidad marinas la infinitud y hondura del misterio femenino). Todo esto viene a cuento por una tragedia que acaba de suceder en el Atlántico del Sur, a no mucha distancia de las islas que los argentinos llaman Malvinas y los ingleses Falkland. En esos remotos mares los pescadores, muchos de ellos españoles, gallegos de larga tradición  marina, buscan un pez, el róbalo -o robalo- de las profundidades, muy apreciado en algunos países orientales por el sabor y delicadez de su carne. Un barco pesquero con 27 tripulantes se hundió en aquellas heladas aguas. De ellos 14 se salvaron, cuatro están todavía desaparecidos, y los demás perecieron. Se ignora la causa del naufragio. Puede haberse debido al choque con un iceberg  o a una escorada súbita que hizo que la carga del navío resbalara y abriera una vía de agua. Yo amo a la Galicia de Valle-Inclán y Rosalía, y me ha entristecido el drama de los marinos muertos, de los que aún no son hallados y de sus familias. “Ningún hombre es una isla”, postuló John Donne. Hago llegar a España, que tan lejos está de México en la distancia y tan cerca en los amores y la recordación, mi sentimiento de pesar por esa dolorosa tragedia marinera. ¡Y aún dicen que el pescado es caro!... FIN.