La semana pasada le hablé sobre la necesidad de contar, por republicanismo elemental, con contrapesos institucionales y ciudadanizados al poder público. Los fundamentos que justifican esta posición se relacionan con los límites que la propia constitución establece para que la ciudadanía cuente con garantías suficientes –y eficaces no por su existencia en lo abstracto, sino por su materialización concreta- de que la ingeniería institucional –y constitucional- funciona en favor de la población a la que se debe.
De esta forma aspiramos a dejar atrás la simulación política en las Instituciones del estado mexicano. Atención especial merece lo que ocurre en la relación entre el poder ejecutivo y el legislativo tanto en el ámbito nacional como en el local. La ciudadanía acude a las elecciones para ejercer un derecho político que tiene como resultado la designación de autoridades electas. La titularidad del poder ejecutivo es una cosa, votar por el legislativo es otra distinta. Partidos políticos y candidatas(os) hacen llamados al voto con estrategias diversas. Hay quienes se asumen ganadoras(es) de la contienda e invitan a consolidar su victoria –individual- a través del voto en cascada, es decir, de votar por el mismo partido político en el resto de las boletas electorales, lo que podría tener como efecto la formación de una mayoría legislativa que le permita cierta eficacia para gobernar.
Existen también partidos minoritarios que forman parte de la coalición que se cree ganadora, pero piden apoyarla marcando específicamente al sello de su partido político para formar mayoría mientras se garantiza la conservación de registro y/o mejora las condiciones con las que recibirán prerrogativas –financiamiento, tiempo en radio y tv-. Hay partidos y candidatas(os) que anticipan que no obtendrán el voto mayoritario del electorado pero invitan a que se les apoye a fin de contar con cierta presencia en el cuerpo legislativo –generalmente a través de la vía de la representación proporcional- que ejerza ciertos contrapesos al poder público. Cada estrategia de campaña tiene resultados diversos; lo que vivimos ahora, como efecto del diseño constitucional y del ejercicio del voto es la posibilidad material de que el proceso político dependa en cierta medida de la capacidad de acuerdo entre las fuerzas políticas presentes en los cuerpos legislativos.
Quien ha recibido una posición legislativa –ya sea a través del voto directo o de la representación proporcional- tiene una enorme responsabilidad política sobre sus hombros. Yo me imagino que la ciudadanía aspira y merece mayorías parlamentarias que se desempeñan con madurez, profesionalismo y oficio político. Durante décadas hemos visto el desempeño de mayorías irreflexivas que atropellan en el nombre de la eficacia – o peor aún, en el nombre del pueblo- y hemos visto oposiciones que ven a la inmovilidad como una victoria política.
La política y el conocimiento tienen mucho en común. Ambos se fortalecen por medio de la contrastación y el debate amplio. En el terreno de lo político, esto implica contar con mayorías gobernantes que no solo deben mostrar disposición al diálogo –sin simulaciones- sino además se requiere de la rara virtud de poder cambiar de opinión cuando no se tiene la razón. Y para ello se requieren también oposiciones inteligentes, prensa libre, periodismo de investigación, academia comprometida, honestidad intelectual y de amplio debate público que permitan establecer la discusión de los asuntos públicos de la forma más amplia, transparente e informada posible.
El mayoriteo, las sesiones a puerta cerrada, los albazos, la manipulación discursiva, el control de la opinión pública son la halitosis de la política. Sostengo la idea de que la ciudadanía merece una política virtuosa y humilde –aguas, que no es lo mismo que austera-. Encuentro mayor grandeza en la capacidad de enriquecer la política desde el disenso. Pero esta es otra rara virtud. Una muy rara de encontrar.
Twitter. @marcoivanvargas