La puerta del caserón se cerró para siempre por fuera. La lucecita del pasillo interior duró prendida unos meses más. El jardín quedó vacío… tan vacío como todos los que habitaron ese lugar. “Al final” pensó la vida, la casa había cumplido con su misión. En sus paredes quedaron guardadas para siempre las risas y el amor del que fue testigo. Y los motivos por los que cerraron con candado sus puertas solo Dios los sabe. Todo alrededor parecía contagiarse de tristeza. No, el tiempo no retrocede, y la vida no trae a las personas muertas… ayer todo era sólido ¿hoy? Todo se derrumba y se quiebra, incluso también el corazón. Contaba mamá de cuando mi padre adquirió aquel terreno para construir. No había nada más que un pirul grande ¡Enorme! Enlazado con una buganvilia, quizás la más grande y hermosa que mis ojos hayan visto. Papá se quedaba sentado horas bajo aquel pirul planeando y soñando como iba a ser la casa que le regalaría a mamá. Con su bata blanca de médico y la pierna cruzada, aventaba humo de su boca tratando de hacer figuras para que con el infinito se perdieran entre luces, entre nubes, entre sueños. No solo nos construyó un paraíso, sino que también nos lo enseñó… con su amor, su ternura, su comprensión. Nos enseñó a trabajar y a valorar, a dar y agradecer. Y a aquella mujer llamada “mamá” la hizo inmensamente feliz. Una tarde de un día, papá murió. Con él, todos. Las puertas de la casa grande se cerraron… ¡Santo Cristo! Esas paredes que fueron testigo de tanta felicidad, se quedaron llorando lágrimas de tristeza. Creo que hasta los vitrales se empañaron. El Pirul… ese siguió de pie, ¡Erguido y hermoso! A lado de su compañera buganvilia, desde arriba y desde lejos, observó en silencio… como lo hago yo, ahora.
Muere, cierra, termina, acaba... la vida y todos sus compuestos.